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sábado, septiembre 21, 2024

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Mi Fer

No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida.

A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.

                Miguel Hernández

 

Tu ausencia ya estaba junto a mí. Desde que te fuiste a las tierras del viejo Xicoténcatl, ¡hace tanto!, arrastrado por el incontenible amor a tu irresistible Gloria, ya no te tuve. Pero te sabía, y ese saberte me confortaba y me hacía sentir parte del mundo que tú representabas. Y me embargaba un intenso deseo de vivir, de estar, contagiado de tu energía y de tu optimismo y de tu entusiasmo.

Venías poco a México, preso de tu dulce carcelera y de los mil proyectos en los que te embarcabas y que revoloteaban en torno a ti como las mariposas de Remedios. Pero cuando venías era la fiesta, era el reencuentro (no hay reencuentro sin ausencia), eran esas discusiones siempre encendidas y siempre cordiales, como sólo contigo supe sostenerlas, eran las suculentas viandas y los vinos traidores, era el ajedrez, y era, sobre todo, la certeza, la evidencia de que el mundo deseable existía, y de que la vida, siempre sí, bien valía la pena ser vivida.

Hablábamos del colapso de aquella revolución en la que tanto creímos y a la que con tanto fervor nos entregamos en nuestra ya lejana juventud, pero que gracias a ti se negaba a abandonarnos. Fuiste y seguiste siendo generoso, generoso al borde de la candidez. De ti aprendí —mal, por supuesto; fuiste inalcanzable— lo que la generosidad significa e implica.

Hablábamos de la actualidad y de la antigüedad, de aquel mundo brillante, deslumbrante que nosotros forjamos y que nos forjó a nosotros, del deplorable panorama de hoy y conseguimos, quién sabe cómo, no llorar el uno en el hombro del otro. Hablábamos de recuerdos y propósitos, tan nebulosos los unos como los otros y, ante todo, hablábamos de cine. Interminable, incansablemente, hasta que el sol insolente nos interrumpía con su ya chole.

Unas horas de sueño, más apacible que nunca, y si tenía yo suerte una comida en el indispensable Allende. Las mollejas, el churrasco a caballo, el L.A. Cetto y el Wyborowa. Y amigos con los que trenzarse. Y tarde o temprano verte partir, con retraso y paso rápido, hacia el ADO y hacia la Gloria.

Curiosamente, ahora me doy cuenta, nunca recurrimos, para encontrarnos, a ningún especimen de chat o red social alguna. Su insipidez y frialdad no iba con nosotros. La palabra, para ser palabra, debe ser oral, sonora, la mirada en la mirada. El saber escribe, la verdad habla, habría dicho alguna vez Jacques Lacan. La verdad, la pasión, el goce y el compromiso, hablan. Y con el Nandus, con el Fer, hablábamos. Sólo de vez en cuando, a borbotones, pero cada engarce, cada sesión del más estimulante de los esgrimas, me cargaba las pilas por meses, hasta el siguiente, que no siempre llegaba a tiempo.

Hablar bien de los muertos es de hueva, una convención ineludible sin mayor sentido. Me gustaría ahora hablar mal del Fer, reprocharle y desenmascararlo. Pero no puedo. Mi único reproche es que esta vez se fue del todo, que ya no podré saberlo ahí. Y que en mi paisaje queda un hueco, un vacío irrellenable. Desenmascararlo sí puedo, pero ello equivale a elogiarlo y ensalsarlo.

Fernando Castillo fue un hombre ejemplar. Es fácil decirlo, casi obligatorio. Lo que no es sencillo es serlo realmente, serlo al grado y a la manera de Fernando. Esa rara combinación de agudeza, alegría, talento y modestia no he sabido encontrar en otros. El tuerto colombiano supo combinarlas y armonizarlas como nadie más, como si nada, única manera de lograrlo.

Sus pasiones, sus entregas, no fueron muchas, pero fueron totales, irrenunciables. Hacer cine en Tlaxcala no es la mejor de las ideas. No es precisamente Hollywood ni Cinecittà. Pero él ahí quiso hacerlo y ahí lo hizo. Huyendo de las marquesinas y de los reportajes frívolos, que no eran lo suyo. Lo suyo fue siempre la sinceridad, la intensidad y el desprendimiento. Realizador finísimo y maestro ejemplar. No fue de los que cosechan los frutos, sino de los que siembran las semillas. Esquivando un medio no del todo propicio, supo amar a Gloria y hacer cine al mismo tiempo, allá, en las faldas de La Malinche. Lo primero fue fácil, delicioso. Lo segundo difícil, escarpado, pero hombre de carácter, no se arredró. Eso tampoco iba con él.

Presto a rodar tuvo iniciativas realmente admirables. La arrebatadora fruición lo obligó también a considerar algunas tentativas arriesgadas logrando abordar nuevas aventuras. Se empeñó metódicamente en vencer adversidades. Siempre navegó indómito fondeando farallones.

Con Fernando Castillo se va un hombre, pero no solo. Se va un estilo, un modelo, una visión del mundo.

Déjeme, sensible lector, de manera un tanto paradójica, compadecerlo y felicitarlo al mismo tiempo. Si no conoció usted a Diego Fernando Castillo Bonilla, laméntese. Eso se habrá usted perdido. Pero al mismo tiempo, congratúlese. Se habrá evitado el dolor punzante, profundo, insoportable, de haberlo perdido.  

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Post y Contenido Original de : Excelsior
Mi Fer
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