Sostenerte en mis manos sin escuchar tu llanto me sofocó. Eras la última, la que se veía menos fuerte. No dormí anoche por el dilema en mi mente de si era mejor dejarte en tu jaula o permitirte caminar sobre mi pecho. Seguías siendo tan pequeña como tu hermano cuando sin querer lo sofoqué dormida. Puse entonces mis dedos entre la rejilla esperando a que me percibieras y te acercases. Fue así que tu fuerte cuerpo tocó mis yemas. Llorabas con tanta energía. Pensaba en lo mucho que extrañabas a tu hermano que ese mismo día había fallecido. Quería sustituir su calor, pero me daba pavor moverme y lastimarte.
Amanecí con dos manchas oscuras debajo de mis ojos. Te alimenté. Estaba más tranquila, pensé que si habías sobrevivido la primera noche sola podrías lograrlo. Ya tenía una casa para ti. Sería con mi amiga, la cual ama a los gatitos y es muy dulce, así como lo fuiste tú. Iban a ser perfectas compañeras. Sólo tenía que hacerte resistir un poco más.
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Recuerdo que hace dos días abriste un poco tus ojos. Eran cristalinos, así que no podías verme. Los cerraste. Yo estaba feliz. Pensaba que te faltaba muy poco. Ya te imaginaba corriendo por toda la casa, siendo la mala influencia de las demás gatas. El color en tu mirada no importaba, cualquier tono te hubiera quedado hermoso.
Se había terminado la fórmula de tu biberon, así que interrumpí mi trabajo para prepararte otro. Estaba esperando a que despertases. Después de un artículo vi la hora, ya era momento de alimentarte. Me acerqué a tu jaula y te encontré sin vida. Te saqué con velocidad y empecé a presionar tu pecho como había aprendido en la clase de primeros auxilios. Tu boca estaba abierta y alcancé a oír un ruido. Corrí a la veterinaria, pero ya era tarde.
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Vi cómo el veterinario trataba de escuchar tu corazón y se quedaba en silencio, pensando, tal vez, cómo decirme que ya no había remedio. Me devolvió tu cuerpo. No sabía qué hacer con él. El de tu hermano fue enterrado bajo una planta de girasol. El otro se lo llevaron, pero el tuyo, el tuyo era lo único que me quedaba. Lloré desde la clínica hasta llegar a casa. Me echaba la culpa por separarte de tu madre, pero sabía que con ella corrían peligro de morir. “Qué soberbia”, me dije, pero al final comprendí que hice todo lo que podía hacer. Con tu madre desnutrida, lo mejor era buscar alternativas. Quizá sólo prolongué su inevitable muerte, pero recibieron amor y cuidados cada día.