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jueves, noviembre 14, 2024

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Crónicas de la pandemia 3

En estos días aciagos, subir a un autobús de servicio público en la ciudad suele tener un cierto riesgo que se debe realizar sólo por el hecho de la necesidad de transportarse a su lugar de trabajo, o de regreso a su hogar.

Por razones que no vienen al caso, tenía un poco más de ocho meses de no usar un transporte de este tipo, lo que su reuso significó un momento un tanto agitado y con la mirada tratando de no hacer caso de las personas que iban a mi lado.

Gente que se apartó de la persona más cercana, o que puso su barrera, tanto más sicológica que efectiva, entre ellos y los demás. Mujeres solas que iban oteando de un lado a otro del autobús con la certeza de no tener cerca a nadie.

Familias compuestas de dos o tres miembros que platicaban ruidosamente (es casi seguro que el ruido no fuera más allá de lo normal, pero lo vacío del autobús hacía que el sonido tuviera una estridencia mayor). Y dos o tres jóvenes encerrados en sus audífonos, alejados de cualquier incidencia en su alrededor, y con el cubrebocas casi como hamaca del mentón.

No era, supongo, algo fuera de lo normal. Y digo supongo, porque desde que empezó esta pandemia los autobuses se han convertido en un frente casi prohibitivo para algunos paranoicos. Sin embargo, en esta ocasión, me tocó subir en un autobús que por fortuna no iba muy poblado, tenía asientos cancelados, y existía una sana distancia social, a pesar de las dos familias que insistieron en sentarse juntos.

En esas iba, dentro de los pensamientos más sublimes (principalmente en una suculenta taza de café con anís), cuando de improviso, una mujer ya mayor se sube al autobús, mira a una de las familias reunidas, mira hacia el otro lado donde se encuentra la segunda y, con un dejo de desprecio, simplemente susurró una palabra que se ha vuelto muy normal en los espacios abiertos donde se puede circular por la ciudad.

La mujer, convencida de su dicho, trata de colocarse lo más lejos de las familias en cuestión, aunque realmente no tenía porque ponerse tan paranoica. Después de ver su acto circense en un asiento, donde colocó una bolsa de mandado en el asiento derecho, un abrigo grande (realmente no hacia tanto frío como para traerlo puesto), un sombrero de sol y un bolso personal encima de todo, se enfrascó en la lectura de una manera tan habitual en tiempos pasados.

No pasó realmente nada hasta que una de las familias decidió que ya era hora de bajar en la parada siguiente, lo que obtuvo una mirada de reproche por parte de la mujer. El padre levantó al hijo menor con soltura y lo acomodó en su abultado vientre, mientras la madre jalaba con ganas de una bolsa de mandado mucho más grande, y supongo, pesada que el hijo.

La mujer, mirando tan sólo un momento hacia las personas, volvió a susurrar de manera muy queda y me quedé con una sonrisa en los labios ante la forma en que aquella palabra, antes no significativa, ahora se tornaba un poco más despectiva: Familia, y se metió nuevamente en la lectura de una Cosmopolitan antigua donde venía el retrato de una típica familia norteamericana. ¡Cosas de la vida!

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