Tan pronto como se puede asimilar al leer esto, estamos ya a casi nada de terminar con enero. Así, de la nada. Seguramente mañana será de nuevo la víspera de navidad. Cosas relevantes de las que tengamos que hablar hay todavía muchas, pero cambiemos el chip y aligeremos el vuelo. De ese modo, transcurridos los primeros días de este 2021, volvamos hablar de libros. O algo así.
Inicié el año que corre con una interesante donación de libros, los cuales alguien tomaba de un parque, a las faldas de un árbol, al hospicio de la luna. Sin embargo, la última entrega era un poco más compleja, pues no estaba seguro de dejar La senda del perdedor a expensas de ser robado. Afortunadamente la suerte atendió un encuentro casual por las calles de esta misma ciudad. Pude entregárselo en las manos con sonrisa que desnuda cientos de cosas, en el rostro.
Pero cometí un error, pedir una dirección y un teléfono. Preguntó por qué. Dije que era un voto de confianza. Dijo que no estaba obligada. Dije que no. Dije que era mucho más un gesto humano, un gesto de respeto y confianza, pues hay en el aire casi siempre una indiferencia generalizada, hija del culto por la belleza. Dijo que no. Que tal vez eso estaba en mí. Los mensajes se salieron de control en la estricta línea de lo cordial y terminó por decir que podía pasar por los libros cuando quisiera. El único que debía regresar era el último, los otros fueron un regalo.
En algo tenía razón: probablemente todo estaba en mí, y hay que ser severos; probablemente todo está en nosotros: en la capacidad de no aceptar un no como respuesta. Pero amén de tragar el hosco gesto de quien tiene el mal gusto de devolver un obsequio sin ánimos de lucro al pecho, pensé: ¿dónde habría que pasar por ellos?
Probablemente tiene razón, repasaba y repasaba. Me estacionaba en lo profundo de otro parque y con dos latas de El ladrón de manzanas para refrescar la garganta, comenzaba a bostezar. Ahora que lo recordaba, llevaba un par de días sin dormir bien, rebotando los ojos en plena madrugada como si alguien accionase el switch de pronto. Hoy casi una semana. Sí, estaba en una de esas rachas en que me era imposible dormir y la ansiedad me despertaba de madrugada con taquicardia. Estaba deprimido y no me había dado cuenta.
Al otro día la dinámica fue la misma. Con el buen Charles bajo el brazo que me daba una suerte de orgullo al notar que, precisamente, una de ellas me tenía con la bota en el cuello. Siempre pensando en ese mensaje que no me atrevía a enviar y mandar al diablo todo y estar tranquilo. Pasé por una tienda de conveniencia y vi a otra mujer con la cual apenas unas semanas atrás había hablado. Al verme me saludó y volvió a lo suyo. Pensé en escribirle un mensaje para remediar la prisa de la calle y para mi sorpresa, estaba bloqueado de esa cuenta. ¿Quééé?
Entré a la farmacia pues antes de ir a leer, tenía que pagar el Internet. ¿Quééé? Nos habíamos saludado por primera vez dos semanas atrás. Ella acomodaba anaqueles. Al verla, nuestras miradas se cruzaron. Nos conocíamos por un amigo en común, pero no nos saludábamos. Supe desde un tiempo atrás que se habían dejado. Supe también que él, estaba enganchado con ciertas sustancias y cómo hacía mucho que no lo veían, le pregunté si sabía qué había pasado con él. Me dijo que no. De hecho le sorprendió la pregunta. Me despedí y me fui.
Hubo ciertas cosas que ella dijo en esa breve charla que me tomaron por sorpresa, cosas que me regresaron en el tiempo de una forma brusca. Con aquel amigo cuyo paradero ahora ignoro, pasábamos parte de las tardesnoches recluidos en una vieja casa mirando partidos de fútbol a veces o jugando video juegos. No eran buenos tiempos para mí y vagaba mucho, y sin embargo, ni bebía ni fumaba ni usaba drogas. Uno de esos días, antes de salir definitivamente de esa casa, escuchó un golpe atronador que me regresa de la calle. Ese mismo sujeto tenía a su entonces novia en el suelo, con la mano en el cuello. Me quedé helado, nunca había visto algo así, pero como pude los separé. Creo que en ese momento no había nadie más en la casa.
Aquella noche cuando nos saludamos, algo de lo que dijo, pero sobre todo la forma en que ocultó la cara al escuchar su nombre, me llevó a ese momento. Antes de irme le dije que me disculpara y cambiamos cuentas de Facebook. Lo que siguió fue un mensaje y luego otro, pero ella tardó en responder. Le pedí su número de teléfono, pero ella no respondió. Volvió a disculparme. Hasta este punto me pongo a pensar en lo mucho que un hombre puede llegar a disculparse. Pero lo peor fue su respuesta: disculpa, pero siento que puedes estar tramando algo con él. ¿Quééé? Sí. Sin importar los antecedentes, era un gran ¿Quééé?
La respuesta me pareció tanto ilusoria, como inmadura, como grosera, y sin embargo trataba de entender. En serio. Luego dijo, no sé qué pretendes y volvió a decirme que algo tramaba, que estaba muy raro eso. Le dije que estaba siendo paranoica y un tanto infantil. Lo olvidé y no supe nada del asunto hasta esa tarde en que me volvió a saludar. Sí, como si nada. Pero estaba bloqueado. Pero me saludaba. Bloqueado. Carajo.
Sí, ella, quien tiene mis libros en prenda, puede que tenga mucho de razón, puede que todo el embrollo por esa dirección y ese teléfono sea asunto mío, pero también es cierto que tenemos la falsa creencia de que podemos tratar a todos de una forma irrespetuosa e insensible tan sólo porque sabemos lo que es el dolor.
Ejemplos hay muchos, en serio, y las palabras sólo se aglutinan en el pecho. Lo cierto es que no podemos ir por la vida pensando que todo aquel que se nos acerca tiene intenciones de decir o hacer algo para dañarnos, y peor aún, no podemos arrastrar la revancha añeja y colgarle las palabras accidentadas de nadie, pues de ese modo, los Miwok, gobernarían California y en este país no existiría el catolicismo, eso sí, con mucha sangre seca en los restos de las batallas.
Sólo espero que no haya dejado de leer a Charles, cuando todo se vino abajo, pues de esa memoria humana es de lo que hablaba.