El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, ha abierto más frentes de los que un gobierno podría anticipar y atajar en poco tiempo. En vísperas de su ungimiento en el poder, las tensiones se acumulan en la transición con mayor ruido y turbulencia de la historia moderna. La experiencia del interregno en que desapareció el presidente Peña Nieto e irrumpió su presencia transita entre el vacío institucional y la entrada violenta del nuevo estilo de gobernar del próximo Ejecutivo. La oscilación del nuevo liderazgo, entre posiciones personales y reglas institucionales, concentra las expectativas de su mandato. Las maneras, ritmo y tono de transición han sido vertiginosos, considerando que sus acciones son aún rounds de sombra hasta recibir el poder, aunque el juego de golpes deja nerviosismo y desconfianza entre empresarios, bancos, ejército, sindicatos y el Poder Judicial. Es conocida su afición al beisbol, pero su perfil encaja mejor con el pugilista resistente en peleas perdidas, hasta la victoria del 1 de julio. Convendría arrancar los vaticinios con una autodefinición de su perfil político: “intransigente en lo público, negociador en lo privado”.
El problema es el desorden acompasado, la forma y el modo de las posiciones públicas y decisiones en privado de un pensamiento estratégico, por ejemplo, de fines y medios de su propuesta de Cuarta Transformación. ¿Cuál es el alcance? En público, por ejemplo, asegura que no transigirá con el cambio de régimen, pero, lejos de luces y taquígrafos, ofrece acuerdos a contratistas para liquidar contratos o migrar a otros proyectos, como en el viejo capitalismo “de cuates”. En sus actos más publicitados, como la cancelación de Texcoco, define el cambio como separación de poder político y económico, pero en privado alienta a empresarios cercanos a sumarse a sus proyectos, como el aeropuerto en Santa Lucía.
La intransigencia pública de sus posturas también es atonal con la toma de decisiones al interior de la coalición en el poder, sin cuidado del equilibrio institucional del país. En otro frente con el poder financiero, el desplome de la Bolsa reveló las diferencias dentro de Morena por la iniciativa de prohibir el cobro de comisiones bancarias. López Obrador tuvo que parar la reforma como último árbitro, pero queda la preocupación por los métodos para impulsar los cambios y medios al margen de la institucionalidad. Su capital de votos le sirve para ser intransigente con la defensa pública de la “honestidad valiente” contra la corrupción, que ha florecido en el contubernio del mundo de la política y el dinero. Pero como señala Diego Valadés en la controvertida portada de Proceso, recuperar la autonomía del Estado “no es a partir de construir a un personaje que se enfrente a un sistema de poder económico… (sino) construyendo todo un sistema institucional que le dé robustez a ese poder político”. Menos aún si las declaraciones personales se desentienden de leyes anticorrupción, la reforma penal o las instituciones, o hacen mutis con las concesiones de TV y escándalos de corrupción del gobierno antecesor.
López Obrador ha sido un pugilista combativo, hábil en el ring y con técnica para la defensa desde la oposición, pero en el poder eso no lo hace un gran boxeador. Los golpes que otorgan puntos son los que se dan arriba del cinturón y su contundencia. Ahí los dilemas de un liderazgo que oscila entre los llamados a las decisiones colectivas (consultas) y formas solitarias de resolver los asuntos, en la intimidad del caudillo según la coyuntura. Un buen fajador sabe que las condiciones para un buen combate son reducir los frentes abiertos y reglas en el ring. ¿Cuál es el aprendizaje en los rounds de sombra de la transición? Lo veremos en el asalto que viene, la aprobación del presupuesto 2019.
Source: Excelsior