CIUDAD DE MÉXICO.
Protagonista de una trayectoria polifacética que suscita admiración tanto como acumula antipatías, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa llega hoy a los 80 años de edad, y lo hace ocupando la atención en varios frentes, como un veterano director de orquesta que conduce con maestría la ejecución culminante de su sinfonía vital. Mientras que, por un lado, las fotografías y la bitácora del romance otoñal que estelariza junto a Isabel Preysler sirven como entretenimiento eventual del público “lector, oyente o espectador” que él mismo espulgó en las páginas de La civilización del espectáculo (2012). Desde un ángulo distinto, arremete a mitad de la justa de novedades con el título más reciente de su constelación novelística: Cinco esquinas, un retrato panorámico de la ciudad de Lima en los años 90, en donde la encrucijada urbana del título y los personajes que la atraviesan, valen para representar la turbia atmósfera que se vivió en Perú bajo el violento asedio de la organización terrorista Sendero Luminoso, la brutalidad del contraterrorismo y la corrupción que acaudillaba el gobierno de Fujimori, en oscuro convenio con los mecanismos de coerción y castigo que ejercía, a rajatabla, la prensa amarillista de la época. Pero, además, por otra parte, se cumple medio siglo de la aparición de su segunda novela, La casa verde, publicada por la editorial barcelonesa Seix Barral en marzo de 1966, y galardonada al año siguiente con el Premio Rómulo Gallegos, es uno de los paradigmas del quehacer literario del escritor peruano, nacionalizado español en 1993, cuya obra acaba de ser incluida en la colección La Pléiade, de la célebre editorial francesa Gallimard.
EXUBERANCIA POLIFÓNICA
La historia de La casa verde comienza en 1958, año en que Vargas Llosa obtuvo una beca para hacer estudios de doctorado en Madrid, pero poco antes de su inminente partida fue invitado a unirse a una expedición que, con fines antropológicos, se internó en una apartada región de la selva amazónica peruana. Ese intenso viaje de unas pocas semanas, unido al recuerdo de “una choza prostibularia, pintada de verde, que coronaba el arenal de Piura”, ciudad en la que había vivido durante su infancia, dispuso la piedra de toque para la escritura de La casa verde, una obra de traza excepcional a la que su autor daría forma en París entre 1962 y 1965 –apenas concluida su ópera prima, La ciudad y los perros (1963)–, “sufriendo y gozando como un lunático”, empeñado en fundir en una novela el tremedal de recuerdos y posibilidades que se le ocurrían, y de la cual –escribió Julio Cortázar en una carta de 1965, luego de leer el manuscrito inédito de Vargas Llosa– impresiona la capacidad narrativa de su autor, “por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis, y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela”.
Narración de exuberancia polifónica que ya en la obertura –el rapto violento de unas niñas aguarunas perpetrado por una patrulla de soldados y las monjas de una Misión de afán “civilizador”– deja caer el peso abrumador de su singularidad, “La casa verde es la historia de una peregrinación del convento al burdel. En el camino, tienen lugar múltiples aventuras del tiempo y el espacio, similares a las aventuras del lenguaje que es la acción de la novela”, simplifica Carlos Fuentes en un ensayo del libro La nueva novela hispanoamericana. Sin embargo, el relato de Vargas Llosa no sigue un itinerario de panorama angosto, porque encauza el río de su trama dentro de las venas de una realidad tremebunda, como una lancha de ingenioso timonel que “navega hacia buen puerto sorteando tempestades”.
MATERIA PRIMA
Lector apasionado que se aferró a los libros en un trecho difícil de su vida –cuenta en el Elogio de la lectura y la ficción, su discurso de aceptación del Nobel: “Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz”–, tomó la decisión, en 2012, de que la ciudad de Arequipa, en donde nació el 28 de marzo de 1936, se convierta en el destino final de su biblioteca personal y, paulatinamente, irá albergando los más de 30 mil volúmenes que la conforman, muchos de los cuales, han actuado de motor de arranque para sus propias obras. Entre esas páginas impresas, tiene un lugar privilegiado y esencial el escritor estadunidense William Faulkner, por quien Vargas Llosa admite sin remilgos, en el libro autobiográfico El pez en el agua (1993), que sintió un hondo asombro desde el contacto inicial: “Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas sicológicas que esa forma daba a las historias”. Y años más tarde, en el prólogo de la edición definitiva de La casa verde (1999), reitera: “probablemente, la deuda mayor que contraje al escribirla fue con Faulkner, en cuyos libros descubrí las hechicerías de la forma en la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades y perspectivas de que una astuta construcción y un estilo cuidado podían dotar a una historia”.
En aquellos días de lenta elaboración y puesta a tono de su segunda novela –tras los pasos del forastero que fuerza un romance con una adolescente ciega y muda; o del forajido japonés al que sus incursiones de pillaje y latrocinio habían dado el aura mítica de “un héroe macabro de novela de aventuras”; o del soldado que pasa de inconquistable a vividor, y después arrastra su sombra a otras ficciones como La historia de Mayta (1984), Lituma en los Andes (1993) y El héroe discreto (2013)–, el autor de novelas de prosa invicta como Conversación en la catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000) descubrió una “áspera verdad”, como cuenta en la conferencia Historia secreta de una novela (1971), que desde entonces asumió como lastre y seña inapelable de su oficio: “la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña”.
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Sinfonía vital de un Nobel, Mario Vargas Llosa
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