A un con la transición de terciopelo de gobierno, Andrés Manuel López Obrador ha comenzado a avizorar el mayor reto de su gobierno: el choque con la realidad. A pesar de que faltan todavía tres meses para tomar posesión, la existencia real y efectiva se ofrece como la mayor limitante a expectativas y promesas, en ausencia, incluso, de frenos y contrapesos políticos a la concentración de poder en su próxima Presidencia.
Lo que puede ser efectivo para la transformación tiene que encajar en políticas públicas y presupuestos para financiarlas; lo que tiene valor práctico como la convivencia tiene que superar el dolor y la deuda con las víctimas de la violencia para la pacificación del país; lo que efectivamente se necesita para recuperar la seguridad y combatir al crimen tiene que resolver las duras y crueles deficiencias institucionales de las policías, ministerios públicos y jueces en todo el país; lo que imponen los nuevos vientos nacionalistas de la globalización recorta la ilusión de una mejor relación con Trump sólo porque diga preferir a López Obrador que al “capitalista” (de Peña) en un tuit.
El aterrizaje en los problemas es la más dura prueba que enfrenta el nuevo gobierno antes de llegar a Palacio Nacional, por encontrar que los recursos institucionales y los espacios para empujar los cambios son estrechos y hay poco margen fiscal para llevarlos a cabo sin afectar la estabilidad. De entre sus principales promesas de campaña, cambiar la estrategia de combate a la inseguridad se encontró con los diagnósticos que recibió esta semana de las Fuerzas Armadas. Éstas seguirán en las calles como ocurre en la última década en funciones de seguridad pública porque “siendo realistas, no se ha podido consolidar a la Policía Federal… no es opción”, justificó. No es el único frentazo. La confianza en que los tiempos políticos y el cambio de gobierno pudieran relajar las exigencias de EU en la renegociación del TLC y abrir espacio para reformularlo también chocó con la negativa de eliminar el capítulo de energía en el acuerdo. Según The WSJ, el equipo de AMLO pretendía sacar el tema, aunque su representante en la negociación, Jesús Seade, lo negó y en cambio afirmó que sí hay cambios para ajustarlo a las normas constitucionales. En cualquier caso, el TLCAN se retrasó otra vez a pesar de las presiones y sus términos dejan cada vez con menos posibilidades para revisar la Reforma Energética desde el acuerdo como prometió en campaña.
Si esos encontronazos tienen efectos en retos centrales, como la seguridad y crecimiento, la batalla más dura será el presupuesto 2019. El próximo gobierno necesitará 500 mil millones de pesos para los nuevos programas sociales e inversiones en infraestructura, que pretende obtener con un presupuesto similar al del 2018 y sin nuevos impuestos. El ahorro del plan de austeridad tendrá que pasar el tamiz de la burocracia y los cambios a las partidas federalizadas, entre ellas la conocida de los “moches”, enfrentarán la resistencia de los gobernadores. Aun con los ahorros y el combate a la corrupción y el despilfarro, la cobija del presupuesto tiene estrecho margen fiscal para cumplir con la larga lista de compromisos del nuevo gobierno.
Pero donde ha sido especialmente crudo el choque con la realidad es en la construcción del plan de pacificación con las víctimas. El desencuentro de sus planteamientos de perdón y amnistía forzarán a modificar la estrategia y convocar en septiembre una reunión con organizaciones civiles y víctimas para sortear los escollos de la reconciliación. La terca realidad de violencia y muerte de la última década es difícil de domar sin planteamientos claros que impliquen la participación de las víctimas. López Obrador llama a cumplir con las promesas de campaña, como hizo en el Congreso de Morena, pero para ello tendrá que convencer primero que nada a la realidad con el juicio práctico. ¿Se impondrá el pragmatismo?
Source: Excelsior