Por Juan SolísSu hijo es autista, dice el médico, con la tranquilidad de quien ha diagnosticado con éxito, con la frialdad de quien pone una etiqueta sobre un sujeto, una marca indeleble que ubica al portador de manera permanente en el terreno de la anormalidad. Y a pesar de todo –incluido un dolor que se pega a la carne como la humedad a las paredes-, es una suerte saber que esa palabra que se instala en la casa sin invitación, disipa una serie de dudas e hipótesis falsas.“Su hijo es autista”, resuena la voz una y otra vez. Duele, luego hay que trabajar. Porque el pequeño no es el único que ingresa abruptamente a la anormalidad. También sus familia, ya no seremos los mismos, seremos –junto con él–, los otros. Seremos, sin habernos preparado, los que soporten las miradas de fuego cada que la frustración desemboque en un grito estruendoso; seremos los que darán una y mil explicaciones a quienes aseguran que eso se quita con unas buenas nalgadas, que está consentido; seremos los que aplaquemos la ira cada que alguien nos explique con ignorancia que eso se debe a las vacunas, que debe ser un castigo divino o una bendición; seremos los terapeutas improvisados, los maestros pacientes, los exiliados del optimismo.Y, sin querer, nos iremos volviendo ermitaños, a fuerza de cansancio o precaución. Más vale solos. Más vale que el niño se entretenga debajo de la resbaladilla o empujando el columpio como péndulo, más vale su calma, el respeto a su particular manera de ver el mundo, pero sin burlas. Y un día llega la escuela y con ella la angustia ¿Le tendrá paciencia el profesor? ¿Se burlarán de él? ¿Le pegarán sus compañeros? Pero tiene que socializar y convivir. Tiene que someterse a las reglas. Tiene que adaptarse a eso que llamamos normalidad.Y en el tránsito, seremos los raros padres a los que no les importa mucho la boleta de calificación, seremos lo que aplaudamos que nuestro pequeño saludó a un compañerito en la calle, que puede permanecer quieto en la ceremonia de los lunes, que bailó con su grupo en el festival. “Su hijo es autista”, dice el médico y desde ese día dormiremos con una pregunta en la mente ¿Qué pasará cuando ya no estemos? ¿Quién cuidará de él? ¿Cómo sobrevivirá? Y como única respuesta llega, a veces junto con el sol, la certeza de que hay que seguir trabajando para que nuestro niño sea independiente, para que con las fortalezas y debilidades que le otorga su anormalidad pueda tener un sitio en el mundito de los normales. Seguir trabajando para que los otros que no son nosotros entiendan que el autismo no es una enfermedad, ni un castigo, sino una condición, una forma de ser, de vivir, de existir. Seguir trabajando para defender el derecho a ser distintos, a ver la perfección de la hoja donde otros ven la monotonía del bosque. leer más
Source: El Gráfico