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viernes, septiembre 20, 2024

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Tengo que superar mis propios límites para dejar que mis hijos encuentren los suyos



Hace un par de semanas, la escuela primaria de mi hijo mayor participó en el Día nacional de ir a la escuela caminando o en bicicleta, lo que significaba reunirse con los profesores de la escuela en un estacionamiento a un kilómetro de la escuela y caminar en grupo… con una escolta policial. Vivimos en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, principalmente rodeada de granjas y bosques, con una carretera muy transitada por el centro. Me llama la atención que necesitemos un día festivo nacional para animar a las personas a ir caminando a la escuela, y que tenga que ser tan cuidadosamente orquestado.

Por otra parte, a principio de año, una familia en Maryland fue noticia por dejar a sus hijos, de entre 6 y 10 años, ir caminando a un parque a un kilómetro y medio de distancia de su casa. La policía local recogió a los niños y los entregaron a Servicios de Protección Infantil.

La infancia de mi hijo no podía ser más diferente de la de mi padre. Mis abuelos dudaron que mi padre llegaría a cumplir los 18 años. Para cuando terminó la secundaria, se había caído de un árbol de dos pisos de altura y roto los dos brazos; había atravesado una puerta de vidrio, causando una herida tan profunda y tan cerca del ojo que los médicos no sabían si iban a poder coserlo de manera segura; había corrido con un auto go-cart casero bajando un cerro increíblemente empinado, que casi mata a una vaca; y metió los pies en una tina de aceite a 190 C, asegurándole meses en el hospital.

Los contratiempos y aventuras de mi padre se han convertido en cuentos tradicionales de la familia, dichos y vueltos a contar durante comidas y festejos. Pero el drama de estas historias eclipsa una verdad más tranquila sobre su infancia. La mayoría de los días, sobre todo en verano, se llevaba un almuerzo de casa en una bolsa y pasaba muchas horas afuera explorando, jugando y haciendo una buena cantidad de travesuras menos peligrosas.

Me sorprende cómo nuestra cultura ha circunscrito la libertad de movimiento de los niños.

Desde que me hice padre, me he sorprendido por la forma en que nuestra cultura ha circunscrito la libertad de movimiento de los niños, y por mis propios sentimientos encontrados sobre los niños y el riesgo. En un ensayo de 2013 en Orion Magazine, Jay Griffiths argumenta que una sociedad con aversión al riesgo no es sólo un resultado benigno de nuestra época excesivamente litigiosa, sino que también tiene profundas implicaciones personales y políticas para los niños que están creciendo.

“La libertad física… modela todos los tipos de libertad”, escribe Griffiths, “los niños aprenden con el cuerpo y la mente. Cuando se ven a sí mismos demostrando valor físico, también aprenden valor moral o político; y pensamiento independiente, que tiene profundas implicaciones políticas”.

Los padres de Maryland que fueron noticia por dejar que sus hijos vaguen por el vecindario solos son parte de un movimiento llamado “Crianza libre” (o free-range parenting”, en inglés), el cual el Washington Post describe como “una contrapartida a la hipervigilancia de la paternidad ‘helicóptero’ , con la idea de que los niños aprenden autosuficiencia cuando se les permite probar sus límites, hacer opciones progresivamente y aventurarse en el mundo”.

Griffiths no utiliza la expresión “crianza libre”, pero hay paralelismos con su ensayo. “La sociedad aversa al riesgo, que niega el peligro y lo que es peligroso por igual, no sólo es molesta sino conceptualmente malévola”, escribe. “Funciona contra el instinto del niño de determinar la relación entre el azar y el riesgo. De lo contrario, sus aventuras no pueden ni siquiera comenzar”.



Me siento atraído por los valores detrás de la crianza libre, pero siempre me ha costado estar a la altura de esos ideales. Aunque mi infancia no fue tan salvaje como la de mi padre, viví muchas aventuras explorando los campos y bosques alrededor de mi casa. Caminé más de una milla para ir a la escuela desde segundo grado en adelante, y pasaba horas fabricando artefactos elaborados en el taller de carpintería de mi padre sin supervisión.

Pero cuando fui adolescente y adulto joven, trabajé durante años como consejero de campo para un programa de ciudad con reglas estrictas acerca de la seguridad. Todos los juegos tenían reglas; todas las actividades tenían límites. El pegamento y los depresores de lengua estaban bien. El barro y los palos, no tanto. Más tarde, me formé en el servicio de primera respuesta en la naturaleza, trabajando en proyectos de conservación a campo abierto y construcción de senderos. Allí afuera, a kilómetros de cualquier ciudad o señal de móbil, un movimiento en falso con una motosierra o herramienta forestal podía poner en peligro a todo el grupo. Solíamos hacer ejercicios sobre el peor escenario posible, operaciones de rescate durante toda la noche en las que nuestros instructores simulaban emergencias médicas; y la intensidad de esos ejercicios sigue conmigo hasta hoy.

Activamente tengo que luchar contra mi instinto de querer mantener a todos completamente a salvo todo el tiempo.

Ahora, de padre, viendo a niños corriendo en un patio de recreo o luchando con palos, recuerdo esas lindas memorias. Tengo que luchar activamente contra mi reflejo de mantener a todos completamente seguros en todo momento. Como si eso fuera posible.

A veces, cuando veo a mi hijo mayor a punto de saltar de un lugar alto o treparse por el lado exterior de una estructura de juego, escucho mis propias palabras como si estuvieran viniendo de alguien que no reconozco plenamente: “Ten cuidado”, “La seguridad ante todo”, o cuando su hermano de 3 años va detrás de él, luchando para llegar a las barras, corro hacia él para atraparlo, nunca dejo que aprenda cayendo.

Mi esposa puede ver en mi rostro cuando entro en modo consejero de campamento. Ella era salvavidas en una playa pública en su adolescencia, por lo que entiende el impulso de tomar el silbato después de tantos años. Pero mi esposa también fue a una escuela primaria progresiva, una “escuela de laboratorio” alojada en un campus universitario. Tomó clases de carpintería en primer grado. Llegado sexto grado, ya había utilizado sierras de mesa, taladros, tornos, y mucho más. Ella amaba esos días de trabajo con las herramientas eléctricas, y se maravilla con el grado de libertad que se les dio.

Esa libertad se casó casi de forma invisible con orientación y apoyo. Ella todavía puede recitar las diversas canciones de seguridad que cantaban para aprender sobre las herramientas: “¡Cuadrado, cuadrado, lima cuadrada y cepillo! ¡Serrucho, sierra, cepilladora!”



La paternidad está llena de negociaciones y contradicciones. Para mí, ninguna tensión es mayor que la que hay entre el deseo de desarrollar un espíritu de aventura salvaje y la autosuficiencia en mis hijos, y el anhelo profundo de mantenerlos a salvo, y he reconocido la misma búsqueda del equilibrio entre el riesgo y la seguridad en “zonas de juego”. Estos espacios encarnan el tipo de libertad creativa supervisada que recuerda mi esposa en sus clases de carpintería en primaria.

Erin Davis, quien hizo un documental sobre una zona de juegos de aventura llamado “The Land” en el norte de Gales, dice que pueden tomar muchas formas y tamaños, desde “depósitos de chatarra caóticos a fantásticos asentamientos”. A pesar de sus diferencias, Davis afirma que todas estas zonas de juego comparten “una relación necesaria y positiva entre el riesgo y el juego”.

Están llenas de materias primas: madera, metal, neumáticos, túneles y tubos, y los niños tienen la libertad para construir y remodelar el paisaje como les parezca. Las zonas de juego son atendidas por adultos entrenados en “trabajo de juego”, que toman un papel secundario de apoyo en el juego imaginativo de los niños. En los EE.UU. se pueden encontrar zonas de juego en Berkeley, Filadelfia e Ithaca, Nueva York. Y aunque sólo han obtenido atención en los Estados Unidos, la historia de estas zonas de juego se remonta a más de 80 años en Europa.

En su investigación de 2014 sobre “El niño sobreprotegido” para The Atlantic, Hanna Rosin entrevistó a Ellen Sandseter, académica en educación infantil que ha estudiado el “juego arriesgado”. Sandseter identifica tipos específicos de juego arriesgado, como explorar alturas, manejar herramientas peligrosas, y tipos de pelea; y explica que son importantes para el desarrollo de la infancia, ya que ayudan a los niños a desarrollar su propio sentido de los límites en lugar de imponerlos desde el exterior. Cuando los niños definen sus propios límites, arraigados en emociones como el miedo, la excitación y el desasosiego, aprenden a dominar las emociones y negociar con sus alrededores.

“Crecer es un proceso de controlar los miedos y aprender a tomar decisiones acertadas”, escribe Rosin. Pero, ¿cómo nosotros, como padres, equilibramos esto con el feroz instinto de hacer todo lo que se pueda para proteger a nuestros hijos de todo daño? Veo a mis hijos bajar a toda velocidad por una colina en sus bicicletas, o alejándose para ir a explorar el parque, y lo siento en mis entrañas. ¿Cómo decidir cuándo gritar y cuándo callar?

A veces tenemos que empujar nuestros propios límites para que nuestros hijos puedan encontrar los suyos.

Estas preocupaciones persisten incluso en la cara de la lógica y estadísticas que sugieren que sobreproteger a los niños no los pone en menor peligro. Estos temores son viscerales e inmediatos, mientras que la amenaza planteada por eliminar el riesgo y el juego de la vida diaria de los niños es mucho más difícil de ver desde donde estamos.

Cuando quitamos esas experiencias, estamos haciendo un intercambio: seguridad a corto plazo por experiencia a largo plazo. Nuestro control frente a su juicio. Pensamos en estas cosas en binomios. Si renunciamos al orden, terminamos con desorden. Si renunciamos al control, terminamos con caos.

Pero Jay Griffiths dice que entendimos todo mal. “El verdadero opuesto de orden no es desorden, sino libertad”, escribe. “Y a más profundidad, el verdadero opuesto de control no es el caos, sino el autocontrol”.

A pesar de que yo creo que esto es cierto, eso no significa que sea más fácil soltarlos. Entiendo los beneficios del juego arriesgado en mi cabeza, pero gran parte de la paternidad viene de mi corazón. Lo que estoy aprendiendo poco a poco es que al escuchar mi cabeza, sin dejar de lado mi corazón, puedo darle espacio a los niños de tomar sus propias decisiones. A veces tenemos que empujar nuestros propios límites para que nuestros hijos encuentren los suyos.



Mi hijo mayor, que acaba de cumplir 7, ha demostrado un gusto por la ingeniería de cartón. Ninguna caja vacía en la casa está segura. Ha creado dioramas, casas de pájaros, montañas rusas, cañones de confeti, y mucho más. Hace poco lo vi mientras trataba de cortar una caja gruesa con tijeras de seguridad para niños. El cartón corrugado simplemente se doblaba y rasgaba entre las cuchillas desgastadas.

Hurgué en mi mesita de noche y encontré la navaja suiza que me dieron cuando era niño. No recuerdo qué edad tenía cuando mi padre me la dio, pero había tallado mi nombre en el plástico rojo. Esa fue su manera de darme propiedad sobre ella. No tenía que pedirle permiso para utilizarla; no necesitaba supervisión.

Le entregué la navaja a mi hijo, diciéndole que ahora era suya. Le mostré cómo sujetarla para mantener sus dedos alejados de la cuchilla. Practicamos abrir y cerrar cada una de las cuchillas, y se deleitó con todas las sorpresas escondidas dentro de la navaja. ¡Un palillo de dientes! ¡Pinzas!

Cortó el cartón con una facilidad que parecía abrir nuevos mundos de posibilidades mientras yo observaba a unos pocos pasos de distancia, haciendo todo lo posible para no recordarle constantemente que tenga cuidado.

La semana de los padres está dedicada a homenajear el trabajo más difícil, pero más satisfactorio de todos, criar hijos. Lee más artículos aquí.













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