La calidad de cada uno de estos requisitos puede y debe cuestionarse, pero sin ellos no habrían cambiado de partido ocho de las doce gubernaturas en juego en 2016 (cuatro de ellas por primera vez) y una (hasta el momento) de las tres gubernaturas de este año. A ellas se agregan 12 con Zedillo, ocho con Fox y 16 con Calderón.
Las reformas político-electorales que pueden plantearse después (y en realidad desde antes) de las muy “desaseadas” elecciones a gobernador del pasado 4 de junio (Edomex, Coahuila y Nayarit) son muchas. Pienso en las siguientes: la segunda vuelta, la desaparición de los institutos estatales electorales, la disminución de los recursos que se dedican a los procesos electorales (autoridades y partidos incluidos), el monitoreo puntual del gasto de gobiernos estatales y secretarías de Estado para impedir su desvío a las elecciones, la prohibición del uso de dinero en efectivo en las campañas, el cambio en la relación medios-política, la sensible mengua de los spots publicitarios que se regalan a los partidos, el castigo al espionaje político, el blindaje de los programas sociales, la publicidad de las trayectorias de los candidatos y un largo etcétera.
Todas éstas pueden ayudar, pero ninguna resuelve dos de los problemas más severos de la democracia mexicana y de sus graves consecuencias: el deterioro de la imagen de una clase política empeñada en hacer trampas y el quebranto en el que han dejado a las instituciones del régimen democrático. Insisto en el argumento de que no hay marco normativo, por mejor diseñado que esté, capaz de resistir la voluntad sistemática de los actores políticos (todos) para darle la vuelta.
Con todo, la democracia mexicana tiene un problema aún mayor que el del acceso al poder y que es el del ejercicio del mismo. Ese que idealmente debe combinar gobernabilidad y rendición de cuentas. En ambos tenemos graves problemas. Por fortuna, existen reformas que pueden vincular de manera virtuosa el acceso y el ejercicio del poder.
Para evitar que un presidente llegue al poder con, digamos, 70% del electorado en contra, ya se ha planteado la segunda vuelta. Pero como también se ha sugerido, ésta no da gobernabilidad si no se maneja en conjunto con, al menos, alianzas que vayan más allá de las urnas. En los sistemas con segunda vuelta presidencial, los partidos compiten (casi siempre) en solitario. Si ningún candidato logra 50% —como suele suceder— los partidos se agrupan para, en una segunda oportunidad, ganar la Presidencia o la gubernatura. Este agrupamiento no es gratuito. Los dos partidos que llegan a la boleta de la segunda vuelta tienden a buscar una alianza con los partidos que fueron “descartados” y compiten ferozmente por su apoyo. Para ello, el partido que quiere ganar debe ofrecer a los perdedores algo: naturalmente carteras en el gabinete y un programa de gobierno (administrativo y legislativo) que incluya al menos parte de su oferta. Esto pone las bases para un gobierno de coalición que permitiría una mayor gobernabilidad. Digo solamente las bases porque, como demuestran países como Brasil, Argentina y Chile, a lo largo del camino las alianzas que se dieron en las urnas pueden irse desdibujando. Por eso, y como ha insistido Manlio Fabio Beltrones, la segunda vuelta debe ir acompañada de ciertas condiciones que transformen las alianzas electorales en coaliciones de gobierno y que incentiven su permanencia al menos hasta las elecciones intermedias. Ya existe en la Constitución la posibilidad de optar por un gobierno de coalición entre los partidos representados en el Congreso en ocasión de un gobierno sin mayoría. Incluso, según su última propuesta, en caso de que ningún partido obtuviese al menos una mayoría de 40%, se daría un periodo de un mes para que el partido con la minoría más grande formara un gobierno de coalición y, si no lo lograra, entonces se procedería a la segunda vuelta.
Es ocioso hacer el ejercicio de qué ocurriría si las preferencias electorales que hoy muestran las encuestas se materializaran en 2018 porque la cantidad de indecisos o que no responden cuál es su preferencia suman 38%. Pero la fragmentación del voto es tan acusada que la coalición más competitiva (PAN-PRD) hoy en día alcanzaría tan sólo 24%. Las demás llegan a porcentajes aún menores: PRI-PVEM-PES-PANAL tendrían 16% y la izquierda unida (Morena-PRD-MC-PT), 23.5% (Consulta, febrero 2017). Lo que está claro es que, rumbo a 2018, la gobernabilidad está entredicha si no se hace algo.
Twitter: @amparocasar
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Post y Contenido Original de : Excelsior
Sobre el acceso y el ejercicio del poder
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