[Acaba de aparecer, en la colección Mirlo, que conduce Juan Pablo Tovar, una muy cuidada y digna edición de Dublineses, de James Joyce. Tuve el honor de escribir el prólogo. Desde que Miguel Ángel Quemain me hizo la propuesta, me entusiasmé: jamás pensé prologar a un autor soberbio y complejo que siempre he amado desde que en el bachillerato, el profesor Fausto Vega, parte de El Colegio Nacional hasta su muerte ocurrida no hace mucho tiempo, me hizo leer Ulises y Retrato del artista adolescente, dos monumentos a las letras universales. Confieso que no fue un trabajo sencillo por la cantidad de comentarios y reflexiones críticas que el escritor irlandés ha levantado. La solución fue derivar mis líneas de la experiencia que tuve con la obra solicitada. Dublineses será presentada en breve. Me permito poner ante mis lectores el prólogo que escribí. Es de esperar que el volumen de relatos de Joyce reactive el interés nacional por este inmenso literato].
Para multitud de escritores, intelectuales y lectores el nombre James Joyce es sinónimo de una poderosa y compleja revolución literaria. Con un puñado de libros consiguió ingresar a la difícil eternidad. Requirió de una sintaxis personal, de un lenguaje propio, de su inventiva, para narrar sus historias. Traducirlo no es fácil, implica desentrañar palabras que no están en ningún diccionario o que algún traductor sagaz deberá recrear en español o en francés. Los expertos en Joyce piensan que debe ser leído en inglés cuidadosamente; si lo es en otro idioma, la lectura es imperfecta. Para poder expresarse a placer, Joyce asimismo recurría a lenguas escandinavas, añadió un experto mexicano en el tema: Antonio Castro Leal. Hay, pues, un lenguaje que, aun en cartas o mensajes, es complejo y fascinante, como más de una vez señaló uno de sus lectores devotos en México: Salvador Elizondo.
La tragedia de James Joyce fue —explica Harry Levin, uno de sus mejores críticos— que “no es fácil identificar a Joyce con ningún movimiento literario. Sus propósitos personales lo alejaron por completo de la revolución irlandesa. Unas cuantas revistas de cenáculo se interesaron sinceramente en sus escritos, y una antología imaginista incluyó un poema suyo de la primera época. Pero no cabe en ninguna escuela: él, por sí solo, constituye una escuela”. Este escritor audaz y sin límites nació en Dublín en 1882 y murió en Zúrich en 1943, luego de una provechosa estancia en París, donde comienza a destacar.
De todas las obras escritas por Joyce, Dublineses parece ser la menos brillante, acaso por ser la que representa menor grado de complejidad; sin embargo, es igualmente provocadora e intensa como las restantes. Su libro emblemático es sin duda el Ulises, al que sus contemporáneos vieron como simbolista o naturalista, siempre desconcertados ante su magnitud. Fue atacado, criticado con virulencia, defendido con ardor, excomulgado, pero pocos le negaron sus cualidades estéticas y de profunda crítica a los valores de su tiempo. En México, la generación Contemporáneos, tal vez por impulso de Salvador Novo, lo contempló con seriedad y admiración: como una de las vanguardias del siglo XX. Pero también tuvo críticos adversos y enemigos del tamaño de Diego Rivera, quien, impulsado por un marxismo sectario, pintó en un fresco de la Secretaría de Educación Pública a un obrero barriendo la basura artística, allí va Ulises, de Joyce.
Dublineses apareció en Londres, en 1914. Fue recibida con dosis de frialdad o de escepticismo. Ya se avizoraban los principios de una guerra traumática y sanguinaria. Con el tiempo, junto a Ulises, obra titánica y tal vez el libro más ambicioso escrito en el siglo XX, parece un trabajo menor. Con rigor, se trata de tareas parecidas, pero escritas bajo conceptos literarios distintos. Suele ocurrir que críticos y lectores ven al cuento como una suerte de hermano menor. No lo es. G. Cambon, en la ficha que edita en el afamado Diccionario Bompiani de Autores Literarios, ve los cuentos de Joyce como un conjunto de reproches a su ciudad natal y a él como un “expatriado”. En Ulises, editada en 1922 en París, Joyce está en plenitud y posee la necesaria visión de Europa para darle a su escritura una complejidad que intenta ser clara para los mejores lectores. Como Kafka, dudo que Joyce haya pensado en ellos, no al menos en los más sencillos o simples. Baste señalar que uno de sus traductores al español fue Guillermo Cabrera Infante, quien con libros como Tres tristes tigres produjo cambios sustanciales en las letras latinoamericanas y distantes del español de España. Mario Vargas Llosa, autor de novelas magníficas, asimismo analista literario severo, compara a Joyce con Flaubert al ser ambos autores de extremo rigor. Joyce seguía al francés dueño de la frase Le mot juste.
Sin embargo, pese a sus complejas relaciones con su natal Dublín, con sus estudios iniciales, sus creencias religiosas y con muchos de sus contemporáneos, Joyce se convirtió rápidamente en una influencia benefactora de grandes escritores europeos y norteamericanos. Lo mismo Dylan Thomas, T. S. Eliot y Ezra Pound, que Virginia Woolf, William Faulkner, Proust y Mann.
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Post y Contenido Original de : Excelsior
Dublineses, de James Joyce (1/2)
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