Suele decirse que nos acostumbramos a todo y, en efecto, esto es una condición propia del ser humano que, cuando experimenta una misma situación una y otra vez, sin que haya un cambio en alguno de los estímulos, acaba por convencerse de que ese hecho es parte de su vida.
En esta lógica, por ejemplo, cuando una persona se acostumbra a vivir en el desorden y llega todos los días a su casa y ésta se encuentra tirada, desacomodada, sucia, con cosas encima de las cosas, llegará el punto en que sus ojos, su percepción y su mente den por correctos esos estímulos, y exista un convencimiento de que esa condición es normal, por la sencilla razón de que ya es parte de la cotidianeidad.
Lo mismo sucede cuando tenemos relaciones tóxicas (en cualquier ámbito), y en tanto se replican determinadas acciones (agresividad, indolencia, necedad), las personas en esos círculos no encuentran nada de malo y prosiguen con su vida aunque con la convicción de que todo está en orden.
Es como cuando una persona tiene un dolor agudo al que se acostumbra, y prosigue con su vida habituada a esa condición, que de facto se vuelve natural en su existencia.
Estas inconsistencias desapercibidas resultan piedras en el zapato para quienes en su ignorancia, las viven; porque aunque tengan la certeza de que en sus círculos no pasa nada, el resto del mundo por supuesto que se da cuenta de la realidad y eso, con el tiempo, genera sentimientos de rechazo que en nada favorecen la sana convivencia.
En muchas ocasiones, esos desatinos se justifican porque se presentan dentro del seno familiar, y en tanto los sentimientos bloquen la capacidad de autocrítica, pareciera que todo lo que sucede es parte de una dinámica productiva y positiva; la realidad se contrapone categóricamente.
Cuando un padre de familia es incapaz de darse cuenta de que su hijo jamás levanta su plato tras terminar de comer, con el tiempo esa será la conducta normal y se considerará acertado que eso prevalezca como un patrón de conducta.
Con el tema del encierro por la pandemia, en muchos hogares se legitima que los hijos se levanten a la hora que sea, que no trabajen, que no colaboren en las tareas de casa o que hagan y deshagan sin horarios o reglas; no existe la capacidad de establecer normas mínimas de interacción que propicien que esas mentes juveniles se mantengan ocupadas.
Posturas permisivas como ésta, solamente generan problemas en los entornos de interacción, comenzando por el escolar; ¿Cómo esperamos que un alumno que en su casa no hace nada, cumpla con las tareas asignadas?, ¿de dónde saca compromiso quién tiene permitido estar de okis en su casita?
Todo comienza en casa; y si bien es cierto que la palabra convence, el ejemplo arrastra. ¿Cuántos estamos dispuestos a modelar conductas para mostrar el camino a las nuevas generaciones?
Tristemente, quienes deben ser ejemplo acaban por orientar en sentido contrario, porque como ya hemos discutido en este mismo espacio, hacer las cosas a cabalidad es tremendamente difícil para quienes prefieren mirar para el otro lado.
Genuinamente las personas no se dan cuenta de las inconsistencias que solapan, ¡qué miedo!