Yo no sé si alguien haya sufrido el fenómeno que se llama sorpresa al conocer el resultado del sufragio que esta semana ocupó las inquietudes de tantos informadores. Yo estoy seguro de que, cualquiera que haya sido, la decisión del presidente López Obrador ya estaba tomada antes de que se imprimieran las tramposas boletas sobre la ubicación del aeropuerto de la Ciudad de México.
Para los que nos hemos preocupado por este asunto, está diáfanamente claro que el antiguo lago de Texcoco no es el sitio idóneo para el hub más importante del tráfico aéreo entre Estados Unidos, el mercado más grande del mundo, y Centro y Sudamérica, junto con México el destino turístico más atractivo del planeta, según nosotros.
La miserable condición de la terminal número dos del Benito Juárez y el hundimiento progresivo de las pistas del actual aeropuerto habían mandado señales de advertencia en contra del aeropuerto de Texcoco mucho más importantes y serias que la faramalla de los macheteros de Atenco que asustaron a Fox.
Tampoco la habilitación de la base aérea militar de Santa Lucía es la mejor opción. Un país con tan paupérrima red carretera, con ferrocarriles inexistentes y con el peor sistema de transporte público del mundo no puede permitirse el lujo de poner su aeropuerto a una distancia tal de su núcleo urbano como Londres con Heathrow, Moscú con el Sheremetyevo o París con el Charles de Gaulle.
La solución del Barajas con Madrid —que ya le está quedando grande— era una posibilidad similar viable, por cercana. Después de todo, el Benito Juárez es de los pocos aeropuertos en el mundo que están dentro de la marcha urbana. Ir de ahí a Santa Lucía para una conexión con otro rumbo desanimaría hasta a un islandés.
Lo importante de todo este sainete es que los mexicanos acudieron en número impresionante, a expresar una postura, una opinión, o una instrucción, sobre dónde debe estar el aeropuerto más importante de América Latina. Si no se trató de lo excelente en materia de consulta ciudadana, puesto que hubo pruebas múltiples de que se podía votar varias veces con la misma mano, aquí yace un mensaje importante para quien quiera oírlo: los mexicanos finalmente creyeron, ingenuos ellos, que su opinión estaba siendo tomada en cuenta. Que su voto cuenta.
Mal informados, equivocados o no, la gran mayoría de los que fueron a formarse para cruzar una boleta amañada, mal recogida y peor guardada tres noches, se sintieron importantes. Respetados. 53% de mexicanos adultos pasó por la misma experiencia hace casi exactamente cuatro meses, y escogió para que nos gobernara a todos a don Andrés Manuel. Eso no es de desestimarse. Mucho menos debe privarse de peso a esa ciega confianza que alrededor de un millón de mexicanos depositó en tan endebles casuchas de votación el fin de semana que acaba de pasar.
Desde luego que el volumen de votantes es irrisorio frente al padrón electoral de los mexicanos. Es obvio que los votantes de Nayarit no tienen nada que decir sobre el aeropuerto de la capital de la República. Ni los de Ensenada, Poza Rica o Macuspana.
Lo que importa es la sensación de abandono que los mexicanos han sentido en decenios, conscientes de que su opinión, su preferencia, su voto, no le importa un pito a los que mandan.
Igual que este fin de semana.
Source: Excelsior