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Los libros que no leemos: por qué hay grandes escritores ignorados u olvidados

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Los libros que no leemos: por qué hay grandes escritores ignorados u olvidados

Arriba: Charles-Ferdinand Ramuz, Alistair MacLeod, Mary Lavin y Gregor von Rezzori. Abajo: John McPhee, Maurice Chappaz, John McGahern y Mordecai RichlerDado el auge de la crónica en toda Latinoamérica –considérense La Argentina crónica (Planeta, 2007), del periodista argentino Maximiliano Tomas; la excelente Antología de crónica latinoamericana actual (Alfaguara, 2012), del poeta y novelista colombiano Darío Jaramillo; el volumen Mejor que ficción (Anagrama, 2012 ), del escritor español Jorge Carrión; el reciente Los atrevidos (Marea Editorial, 2018), del periodista argentino Julián Gorodischer, para no nombrar los muchos libros individuales de María Moreno, Juan Villoro, Martín Caparrós o Leila Guerriero– resulta del todo inexplicable que prácticamente nadie conozca a John McPhee, un extraordinario maestro de la crónica contemporánea, ausente de las bibliotecas de la mayoría de los cronistas latinoamericanos.

Profesor de periodismo en la Universidad de Princeton –donde tuvo como alumnos a varios directores del New York Times, Time Magazine y The New Yorker–, John McPhee (1931) es uno de los grandes pioneros del arte de la crónica en los Estados Unidos. Menos ruidoso que los ruidosos Tom Wolfe o Hunter Thompson –a quienes siempre se cita cuando se habla del ya viejo “nuevo periodismo”–, McPhee escribe decididamente bien. Acaso por eso prefirió un estilo tal vez más literario que el de sus colegas más afamados, lo que le permitió transmitir a sus lectores su interés por asuntos tan abstrusos como la psique de un ingeniero nuclear, el flujo del río Mississippi, el transporte del carbón en los Estados Unidos, la recolección de las naranjas en el valle de San Joaquín, entre otros. También, sobre las razones de la muerte de animales en la ruta que va desde el desierto de Arizona a la ciudad de Tucson, todo lo cual se detalla en un largo artículo donde se ocupa de los hábitos y costumbres de esas criaturas, de su hábitat y de cómo pueden cocinarse los cadáveres destrozados de esos bichos para así aprovecharlos.

John McPhee

Como en el caso del historiador inglés Lytton Strachey, que volvía apasionantes las intrigas vaticanas del Cardenal Newman, o del paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould, que se servía del ratón Mickey para explicar aspectos muy complicados de la teoría de la evolución, no importa el tema sobre el que escriba McPhee, sino la forma en que escribe, capaz de que, por ejemplo, resulte fascinante todo lo referente a la construcción de canoas en corteza de abedul.

Ganador del Premio Pulitzer en 1999, ya lleva 29 títulos publicados, muchos de los cuales son recopilaciones de sus columnas semanales en The New Yorker, donde colabora desde 1963. De esa bibliografía que produjo, hay apenas tres títulos publicados en España, de los cuales dos están absolutamente agotados desde hace más de veinte años: Buscando barco (Anaya & Mario Muchnik, 1993), El rescate del arte ruso (Destino, 1996) y Los niveles del juego (Editorial Dioptrías, 2015), volumen dedicado al tenis profesional.

libros John McPhee Ahora bien, si la importancia de McPhee en su propio país es prácticamente mayor que la de Wolfe o Thompson, ¿cuáles son las razones por las que ellos hayan sido mucho más traducidos que McPhee? Uno tiende a pensar que agitar la bandera de lo que, a falta de imaginación, se ha dado en llamar “contracultura” siempre resulta más atractivo que simplemente leer prosa bien escrita sobre cuestiones tal vez más banales de acuerdo con la óptica progresista.

Quizás la cuestión pase por saber si adherir al pensamiento progresista es excusa suficiente para que un libro se justifique, como ese punto de vista fuera sinónimo automático de “buena literatura”. Trasladado a nuestra realidad, ¿en qué medida referirse a la cumbia villera, al “paco” y a otros frutos de la miseria social y la desidia de nuestros gobernantes aseguran la calidad literaria de un texto? ¿Cuánta más autoridad tiene alguien que escriba sobre esas cuestiones que quien simplemente se limite, como Lucio V. Mansilla, Roberto J. Payró, Roberto Gache, Roberto Arlt, Rodolfo Walsh o María Moreno, para citar sólo a algunos de los mayores maestros, a escribir sobre un tema dado de la mejor y más exhaustiva manera posible.

La ficción tampoco escapa

Dentro de todo, y moda mediante, la crónica –que ha existido entre nosotros desde el principio mismo de nuestros países– no es la especie literaria más perjudicada por las políticas de publicación del mundo hispanoparlante. Digamos que ni siquiera novelistas y cuentistas se salvan. Por caso, y apenas recurriendo al azar de la memoria, ¿cuántos jóvenes narradores, atentos a las novedades de Alfaguara o Impedimenta, saben de la existencia del enorme narrador canadiense Alistair MacLeod (1936-2014), autor de dos libros de cuentos The Lost Salt Gift of Blood (1976, traducida como El regreso, en 2005) y As Birds Bring Forth the Sun and Other Stories (1986, traducida como Los pájaros traen el sol en 2004) y de una única novela No Great Mischief (1999, traducida como Sangre de mi sangre, en 2005), volúmenes todos publicados por la española RBA que, hasta hace muy poco, se conseguían en las mesas de oferta de la Calle Corrientes?

Alistair MacLeod

Multipremiado y considerado como una especie de Rulfo anglófono, MacLeod fue uno de los más grandes maestros de la literatura de su país y en el mundo anglosajón goza de la más alta consideración entre sus pares y la crítica.

Libros en español de Alistair MacLeod

Un caso análogo al de McLeod es el de Mordecai Richler (1931-2001), autor de diez novelas, de las cuales sólo dos han sido traducidas: Solomon Gursky Was Here (1989, Solomon Gursky estuvo aquí, 1992) y Barney’s Version (1997, que se conoce en castellano como La versión de Barney, 2000). Gran cronista de la judería de Quebec, ácido y francamente divertido, buena parte de su obra fue llevada al cine, pero sus libros brillan por su ausencia en castellano.

Mordecai Richler

Otro tanto puede decirse de John McGahern (1934-2006), suerte de Chejov irlandés, y autor de las novelas The Barracks (1963), The Dark (1965, mal traducida al castellano como La oscuridad, 2008), The Leavetaking (1975), The Pornographer (1979, traducida como El pornógrafo, 1988), Amongst Women (1990, traducida como Entre mujeres, 1992) y That They May Face the Rising Sun (2001) –todas frecuentes integrantes de las “mejores 100 novelas en inglés de todos los tiempos”, según el suplemento cultural de los prestigiosos diarios The Guardian y The Independent– y de tres extraordinarias colecciones de cuentos, posteriormente reunidas en Creatures of the Earth: New and Selected Stories (2006, volumen traducido como Cuentos completos, 2009), sin olvidar la magnífica Memoir (2005, traducida en España como Memorias, 2006).

John McGahern

Maestro de varias generaciones de narradores irlandeses –entre los que se cuenta Claire Keegan, quien en uno de sus libros escribe deliberadamente “a la manera de McGahern”–, se lo considera el escritor irlandés más influyente de la segunda mitad del siglo XX, sin embargo no cuenta con la visibilidad de sus connacionales John Banville o Colm Toibin, quienes se declararon en más de una oportunidad sus admiradores.

Y si de irlandeses se trata, prácticamente no existen en castellano versiones de Mary Lavin (1912-1996), autora de una veintena de novelas y libros de cuentos, pionera de la literatura femenina en su país. O de Seán Ó Faoláin (1900-1991), Frank O’Connor (1903-1966), James Plunkett (1920-2003), Aidan Higgins (1927-2015), Brian Friel (1929-2015), Bernard MacLaverty (1942), Hugo Hamilton (1953), Patrick McCabe (1955), Anne Enright (1962) o Joseph O’Connor (1963), para nombrar apenas a los más conocidos en su país.

Mary Lavin

Un desconocimiento enciclopédico

Podría pensarse –equivocadamente, claro– que las de Canadá o Irlanda son apenas variedades periféricas de la literatura en lengua inglesa, pero el mismo problema se registra con los autores británicos. Y aquí conviene saber que, del mismo modo que cuando los uruguayos se destacan inmediatamente se convierten en “rioplatenses”, cuando galeses y escoceses hacen algo notable pasan a ser británicos, aunque los que siempre se beneficien, con o sin razón, son los autores ingleses porque, en general, las carreras y reputaciones se cocinan en Londres.

Joseph Mitchell

Pero la cosa va todavía más lejos ya que ni siquiera los escritores de los Estados Unidos se salvan: grandes y prolíficos autores, como Joseph Mitchell (1908-1996), frecuente columnista de The New Yorker, tienen apenas un libro publicado (cfr. Joe Gould’s Secret, 1966, traducido como El secreto de Joe Gould, 2000). Y la lista podría seguir. Para no hablar de las literaturas en otras lenguas. Quien lo dude y asegure que la literatura en lengua francesa está bien representada, ahí están los muchos autores suizos –como Charles-Ferdinand Ramuz (1878-1947) o Maurice Chapaz (1916-2009)– y belgas que todavía esperan ser descubiertos. Y hablando de belgas, ¿qué decir de los que escriben en neerlandés que, conjuntamente con los autores holandeses apenas empiezan a ser intuidos? ¿O de los autores no alemanes que escriben en alemán, como Gregor von Rezzori (1914-1918), cuya existencia en nuestra lengua se debe exclusivamente a los muchos esfuerzos de sus traductores (el cubano José Aníbal Campos y el mexicano Juan Villoro)?

Y no nos metamos en literaturas escritas en lenguas más exóticas. Por caso, antes de las novelas policiales, Escandinavia ya había dado grandes autores con rango universal que hoy apenas son conocidos. Lo mismo puede decirse de buena parte de la literatura eslava. Y podríamos continuar así indefinidamente.

FOTO AUTORES

Aeropuertos y otros no lugares

Son varias las preguntas que podemos hacernos. La primera tiene que ver con las modas literarias. Por caso, ¿por qué entre las primeras ediciones en castellano de, por ejemplo, el alemán Jakob Wassermann (1873- 1934) y el austríaco Stefan Zweig (1881-1942) y las actuales median casi sesenta años? ¿Durante ese tiempo se consideró que dejaron de escribir bien? ¿Qué hecho, del todo ajeno a la literatura misma, determinó que no se los considerase durante todos esos años? ¿Cuáles fueron los detonantes o las modas que los volvieron nuevamente visibles? Porque, al fin y al cabo, la visibilidad es lo que eventualmente determina que un autor tenga la suficiente notoriedad para trascender, traducción mediante, las fronteras de su país.

Miembros de la Academia Sueca (EFE)

Pero hay también otros factores nuevamente ajenos a la literatura. Hace unos años, un célebre editor español contó que en una misma semana vio libros de los mismos autores exhibidos en aeropuertos de Italia, Francia y España. Sus libros correspondían a tres editoriales: Feltrinelli, Christian Bourgeois y Anagrama. Detrás de esa aparente curiosidad uno bien podría intuir que la semejanza en los catálogos, unida a una buena prensa y a una mejor distribución, servían para crear una instancia consagratoria que terminaba dotando al beneficiado de una visibilidad muchas veces desproporcionada respecto de sus méritos.

En síntesis, la “marca” (la editorial) terminaba obrando por encima de toda otra consideración. Publicar en ciertas editoriales entonces permite un acceso más o menos inmediato a la celebridad internacional. Y lograr hacerlo depende de cuestiones tan aleatorias como la eventual cultura y gusto de un editor, la percepción de éste sobre lo que “necesita” el mercado en cierto momento, la insistencia de un agente (que por supuesto busca ganarse la vida y obtener su tajada) o una conjunción de astros mucho más difícil de explicar.

Marcel Proust nunca recibió un premio Nobel

A veces la cosa es todavía más rara. ¿Cuántos Premio Nobel conocieron, de la noche a la mañana, un éxito que sus obras nunca antes tuvieron? ¿Y por qué todo el mundo está pendiente, una vez al año, de lo que vayan a decidir un puñado de suecos –que nunca eligió ni a Marcel Proust, ni a Ezra Pound, ni a James Joyce, ni a Jorge Luis Borges, ni a Juan Rulfo, pero sí a Jacinto Benavente o a Winston Churchill–, como si su opinión fuera mejor que tantas otras opiniones que pudieran formularse?

Es probable que lo único que valga, más allá cualquier otra cosa, sea la curiosidad de los lectores –ésa que cada vez parece más subestimada por las grandes editoriales (que de grandes, hay que decirlo, apenas tienen la estructura)–, el criterio de los críticos independientes (que son cada vez menos) y de los buenos libreros (que, claro, no atienden en las cadenas). En síntesis, leer más y mejor es una tarea difícil, pero no imposible. Como llegar a la luna, que según el personaje de Sartre no es más que un pedazo de queso en el cielo.

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Source: Infobae