Hay autores que escriben con la cabeza, otros lo hacen con el corazón. Y hay escritores que cuentan todo lo que cuentan desde las tripas. María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) es una de ellas. Cronista visceral, analista ácida de la realidad y gran creadora de climas, Ampuero -quien vive en España desde hace varios años- acaba de publicar su primer libro de relatos de ficción. En Pelea de gallos (Páginas de espuma), el lector hallará trece cuentos en los cuales la violencia adquiere todas las formas posibles mientras los tabúes, las frustraciones humanas y los secretos familiares son el centro de las historias. “Todo lo que se pudre forma una familia”, la frase de Fabián Casas, es uno de los acápites del libro. “¿Soy un monstruo o esto es ser una persona?”, de Clarice Lispector, es el otro.
Lo que sigue es una entrevista realizada a través de todas las herramientas que hoy brinda la tecnología, la misma que, mientras aleja y distrae, también permite que las personas se acerquen, cada una a su tiempo. Las preguntas de Infobae Cultura fueron por mail, las respuestas de Ampuero llegaron por medio de largos y cuidadosos audios de whatsapp, que reproducían la delicada voz de una mujer que habla dulce y, así de dulce, dice las cosas más amargas. Su modo de narrar oralmente tiene muchas similitudes con su prosa: palabras de terciopelo para describir lo peor de todos nosotros.
— En varios de tus relatos es posible leer algo así como el lado oscuro de las familias. ¿Qué te atrae de eso?
— Yo creo que todas las familias tienen un lado oscuro. Si le han hecho daño a alguien de tu familia eso se va a ir heredando. Todo lo que los ha dañado, toda la violencia que ha destrozado sus vidas, las pequeñas y enormes violencias, el machismo, la xenofobia, la pobreza, las pérdidas, una homosexualidad en una época en la que no se aceptaba, violaciones, temas de raza, todo eso. El tema de tener que fingir que eres de una clase social cuando estás empobrecido. Toda esa petulancia de las familias, los secretos, los hijos no queridos, las infidelidades. Todo eso llega hasta tí como llega el color de ojos, como llega la estatura. Todas las sangres están contaminadas. Por otro lado, tengo la sensación de que estás prisionero, prisionera, de alguna manera les perteneces a esos padres que, por supuesto, hacen lo mejor que pueden, o lo peor que pueden, con esta criatura inocente y pura que de repente aparece en sus vidas. En mi experiencia, la gente por mucho que reniegue de los maltratos recibidos en su infancia o la forma en que sus padres fueron violentos o indiferentes a su dolor o distantes termina repitiéndolo de alguna manera.
Creo que todos somos juguetes rotos. Me encantaría conocer a una persona cuya familia no tenga alguna oscuridad pero no la he conocido en toda mi vida. No sé si porque los sujetos dañados se atraen, se huelen, tienen un radar especial, o porque sencillamente no los hay. Todas las casas de la gente que yo he querido son casas embrujadas. Tienen fantasmas en el sótano, en la azotea, debajo de la cama, en el armario. Y además estás prisionero, prisionera allí por lo menos durante 18 años, ¿sabés? Y si las cosas van verdaderamente mal estás secuestrada, secuestrado 18 años o 20 o los que sean, pegada a tus captores. Además, captores a los que quieres o te han dicho que tienes que querer y que quieres que te quieran. Creo que no hay forma más dolorosa del amor que amar a alguien que quieres que te quiera y no te quiere. Toda la gente que tú vas a ver ahora caminando por la calle ha sobrevivido. Está sobreviviendo. O está infligiendo daño. Está lidiando con sus propios demonios en la forma de la familia.
— La perversión atraviesa tu libro en una suerte de realismo trash, por momentos. ¿Qué te interesa mostrar?
— Me encanta lo del realismo trash, me encanta la palabra trash (risas). Me interesa más que mostrar hacer sentir. Creo que tengo un gran deseo de generar emociones. Generar repulsión, angustia, empatía, ganas de proteger. Incluso olores, ¿no? Generar emociones casi sensoriales. Yo no quiero hacer una literatura que te deje indiferente. Mira que soy una escritora, ni siquiera una escritora, soy una publicadora tardía. Yo escribo toda mi vida, desde los 6 o 7 años, mis cuentitos y mis cosas. Pero he tardado tanto porque quería lograr que no fuera un libro más. Te lo digo sin pretensiones, no estoy diciendo aquí que soy la escritora más extraordinaria del mundo ni mucho menos. Pero por lo menos quería generar una sensación, un golpe seco en el estómago, una vibración en el cerebro. Unas pulsaciones aceleradas, algo, algo. O sea, lo que a mí me mataría sería que alguien leyera todo esto y se quedara indiferente, porque yo lo escribí en llamas. Y con bilis, con tripas, con mis propias quemaduras. Yo intenté que estos cuentos tuvieran una sensación orgánica, que fueran a la carne, a la sangre, a los músculos, que fueran al tuétano de tus huesos, que se sintieran como se siente el frío extremo o el calor extremo o el miedo extremo. O como las ganas de ir al baño en ciertos casos, irrefrenables. Porque me parece que estamos tan obnubilados, hay tanta distracción, tanto libérate, vacaciona, olvídate, relájate, distráete, tanto mundo ficticio, plácido…
Entonces yo no quería hacer una cosa más que te duerma, que te dé masajitos en el cuello. Si existe este libro es porque, después de mucho tiempo y de mucho sufrimiento y de mucho exorcizarme, encontré las historias que pudieran hacer sentir al lector.
— Muchas veces en tus artículos escribís sobre temas de género y en los cuentos aparecen los estereotipos y los cuestionamientos en una especie de provocación constante.
— Bueno, el género atraviesa mi vida como atraviesa la de todos. Yo he optado por reflexionar, por reconocer qué significa habitar un cuerpo con un género determinado y cómo eso determina la forma en la que camino y la presión que mi huella hace en el suelo, que está determinada por mi género. Ha sido un trabajo. Ser mujer de verdad requiere una exploración profunda y vital sobre tus experiencias, sobre tus oportunidades, sobre tu forma de estar en el mundo. En algunas partes del mundo ser mujer es ya ser sujeto de violencia. Nacer en una casa donde está tu hermano y estás en el mismo barrio, en la misma ciudad, con las mismas condiciones económicas, con las mismas habitaciones incluso, y tú eres vista incluso por tus propios padres como una persona menos importante por tu género. O sea, cómo no te va a marcar eso, ¿no? Claro que quiero que mi obra trascienda ese discurso, trascienda lo panfletario, por decirlo así. Pero es inevitable que alguien que se ha visto al espejo con una mirada crítica, y también compasiva, filtre todo eso en sus acciones, sus decisiones, incluso por supuesto en la creación del arte.
-Es como si tu propuesta fuera tirar del mantel en medio de una comida formal.
-Yo soy provocadora, sí. Lo que te decía antes, no quiero hacer una literatura complaciente, que huela a caramelo o que borde pajaritos en un mantel. No me interesa. Existe una literatura de la belleza y de la dulzura, que yo he consumido y he agradecido que exista pero no es mi camino, no es mi intención ni mi deseo. Yo sí quiero tirar del mantel en la comida formal porque en esa comida formal nadie está diciendo la verdad. Entonces tiro del mantel con las copas de cristal de Bohemia y con la maldita cubertería de plata y todo esto a la mierda, sáquense las caretas, basta, sé lo que hiciste, ¿sabes? Sé el horror, conozco la podredumbre que disfrazas con perfumes carísimos. No concibo otra forma de escribir, de vivir, de enfrentarme a los demás. No quiero mentir, si me siento triste me siento triste. Quiero decir las verdades, quiero decir por qué he fracasado y que me cago en tu concepto de éxito y en tu concepto de familia y en tu concepto de lo apropiado.
Y sí, mi libro es un gran alarido primitivo en la cara de la gente que quiere disfrazar el horror. Porque esas vidas tan falsas, esos linóleos, esos tacones impolutos, esa ropa nueva… todo eso nos hace a los fracasados sentirnos aún más fracasados. Cuando, en realidad, todo eso que está poniéndose esa gente son disfraces y máscaras compradas con dinero. Fracasados somos todos. Y si todos lo somos, ninguno lo es, ¿entiendes?
— ¿Qué cambia a la hora de escribir ahora, cuando es el tiempo prácticamente en todo el mundo de la revolución de las mujeres?
— Bueno, las mujeres seguimos jodidísimas, lo que pasa es que ahora salimos a la calle a decirlo. Es una mejora. Pero yo celebraré de verdad el día que ninguna tenga que salir a la calle el 8M o la Marea Verde de ustedes o lo de la Manada, aquí en España. Yo celebraré de verdad el día en que no sea necesario que hagamos eso. O sea, es como decir “celebro que existen las Madres de la Plaza de Mayo”. Sí, pero yo lo que de verdad hubiese celebrado es que no desaparecieran sus hijos y sus nietos. Que no haya necesidad de salir a gritar, a gritarle a una chica abusada: “no estás sola”. A gritarle a una sociedad “es mi cuerpo, quiero decidir sobre mi cuerpo”. ¿Tú te has parado a pensar en el absurdo de esa frase? Tener que resaltar que es mi cuerpo ya es partir desde una posición dictatorial y absurda de cómo nos ven a las mujeres. Casi surrealista, ¿no? Tener que resaltarlo ya es violento.
Entonces sí que esta revolución a mí me llena de entusiasmo porque callarnos, que te violen y te tengan unos días ahí en cuarentena o digan “no digas nada”, “los hombres son así”, “están presos de sus deseos”, “hombre es hombre”, y todas esas barbaridades con las que seguramente crecieron mi madre y la tuya y nuestras abuelas ya ni hablar… Cuántos silencios hay ahí, cuántas cosas se silenciaron. Esas mujeres con diez, doce, quince hijos, siempre recién paridas, sin poder decir absolutamente nada. Pero estar mejor no es estar bien, es que venimos de una cosa muy jodida. Entonces, lo que deseo es que las niñas del futuro no tengan que salir a la calle porque no hay contra qué protestar. Mientras tanto voy a seguir escribiendo sobre el horror que está pasando constantemente. Aquí, mientras tú y yo hablamos, en España violan a una chica cada ocho horas. En España, insisto, un país de la Unión Europea. Entonces qué nos queda más que seguir gritando, que seguir aullando. Estoy optimista pero no tanto.
— Hay mucho sexo en tus relatos, aunque no todo es sexo de placer. ¿Cómo te sentís escribiendo sobre sexo y describiendo escenas perturbadoras?
— Pues el sexo tiene mucho de guerra, ¿no? De cuestión de poder. He estado reflexionando mucho sobre cómo el sexo, el deseo sexual, es también un grillete, también una cadena para nosotras. Cómo nuestra apropiación de nuestros deseos y nuestra libertad sexual es castigada. Por supuesto que no todo el sexo da placer, sino ¿qué es la violación? La violación es un delito que destruye a una de las partes y que da un placer enfermizo a la otra.
Me gusta explorar lo innombrable, la oscuridad, el gran tabú del incesto, por ejemplo, como un símbolo de las relaciones malsanas que a veces establecemos con nuestros hijos y los hijos con nuestros padres. Hay una zona gris que me interesa explorar, las zonas prohibidas, lo que es tabú, lo que es vergonzante y que jamás dirías en voz alta. Me gusta lo que de ángel y demonio tiene el ser humano y saber que todos somos capaces de lo más abyecto, de lo más obsceno. Aunque no lo hagamos nunca está en nuestra cabeza. Me interesa la monstruosidad que habita en cada uno. Me interesa generar incomodidad. Creo que desde la incomodidad se pueden pensar muchas cosas, se pueden incluso rehacer muchas cosas. Pero primero hay que, como en lo de Alcohólicos Anónimos, primero hay que asumir que tenemos la monstruosidad.
— Los migrantes tienen un espacio también en tus textos. Me gustaría que me cuentes un poco tu propia experiencia.
— Bueno, mi experiencia como migrante fue dificilísima. Es lo más feroz que he tenido que hacer en mi vida y estoy segura de que me cambió por completo. Hace poco le contaba a alguien que leí que cuando vives una situación muy extrema, una situación ya sea de guerra o de estrés post traumático, de algo muy, muy brutal incluso tu configuración celular cambia. Yo no sé si esto es de verdad así o algún científico me diría qué tontería pero me gusta ese símbolo de que cambie todo, cambien tus órganos, seas como alguien que renace, ¿no? Porque eso fue para mí. Imagínate, yo que había sido una niña de su casa, de papá y mamá, muy cuidada, de una clase privilegiada en Latinoamérica, ya sabes lo que eso significa, significa que la sociedad en su conjunto te da un lugar, es tuyo, te pertenece, obviamente eres ciudadana, fuiste a la universidad, tienes tus contactos, vínculos, apellido, yo qué sé. Y de pronto, tras diez horas de avión no eres nada, eres un inmigrante, un sujeto vulnerable, explotable, desvalido, sin derechos, solo, asustado. Sobre todo asustado. Un outsider. Eso es ser inmigrante, alguien que está constantemente desesperado por sobrevivir. Constantemente pensando en los papeles y queriendo subir de nivel. Es lo más duro que he tenido que hacer en mi vida.
Y precisamente por eso, por ser eso, me cambió el lugar de la mirada. Me cambió el lugar del corazón. De cómo entiendo el sufrimiento de los demás. Me hizo mejor persona, paradójicamente. También aprendí que soy capaz de muchas más cosas de las que creía. Eso me hace sentir orgullosa de mí misma. Es como haber vivido varias vidas.
— Hay varios relatos con adolescentes. ¿Cómo fue tu adolescencia?
— Mi adolescencia fue difícil. Fue bastante cruel. En mi familia se tendía a comparar. Entonces yo tengo una prima casi de mi edad que es muy distinta a mí, yo soy como su negativo (risas), en todos los sentidos de la palabra. Era delgada y de pelo liso, muy blanquita de piel. Y pues en mi familia son muy racistas, entonces yo eso no lo entendía de niña y de adolescente que el pelo rizado significaba alguna reminiscencia negra y que mis rasgos, mis labios, mis ojos, recordaban esa impureza de sangre que hubo en algún momento. Mi gran defensor era mi abuelo, que era quien era de pelo rizado y más oscuro y de otro estatus social, digamos. Pero claro, también el hombre no siempre estaba ahí, ¿no? Entonces yo sí sufrí una persecución de parte de las mujeres de la familia, las mujeres mayores. Que ahora lo pienso y digo pero cómo se puede ser tan cruel con un niño, con una niña, con una adolescente, con una personita que está aprendiendo a vivir con su propio cuerpo. Qué diferente hubiese sido todo si alguien me hubiera dicho “qué lindo tu pelo” o “está bien que tengas tus kilos de más, no importa, tienes un cuerpo hermoso, eres hermosa, eres valiente, eres inteligente”. Mi adolescencia fue complicadísima. Alguna vez me preguntaron cuándo me sentí guapa por primera vez y fue como a los 24 años cuando a un hombre, un chico que conocí, le gusté. Entonces me quedé absolutamente desconcertada, pasmada, y como ¿de verdad yo? O sea como mirando hacia atrás como ¿no está mi prima detrás? Como ¿yo? Pero yo sí recuerdo haberme visto bonita de niña. Porque no es cuestión de belleza física, es cuestión de que si en tu familia lo único que se valora es la belleza física, piensas que es lo único que el mundo valora, y si tú no lo tienes es que no vales nada.
Entonces mi adolescencia pues fue de una chica freak que estaba mucho sola hasta que descubrí los libros. Estaba mucho con mi hermano y con sus amigos. Un poco aprendí a relacionarme con los chicos de una manera más de iguales, no tanto de conquista, conquistador y conquistada. La primera vez que me di un beso, imagínate, fue a los 18 casi 19. O sea que toda mi adolescencia fue un puro desear, desear no ser yo, desear ser delgada, desear tener el pelo liso, desear la ropa que no me quedaba bien, desear que algún príncipe se interese por mí. Sentirme dañada, o sea que vine con fallos de fábrica. Me hubiera encantado que alguien me dijera que yo era muy valiosa y muy especial, ¿no?
Tampoco me quiero poner de víctima porque de esa adolescencia viene esta adultez y ahora me siento muy bien con quien soy. A veces hablo con mis amigas que se miran en espejos de aumento las arrugas y que se desesperan porque tienen el pecho caído o empiezan a tener pues las cosas de la edad. Y yo me siento mejor que nunca porque claro, yo no tengo con qué compararme, entonces una amiga me decía el otro día: “Fui a un lugar y estaban todas mujeres más jóvenes y todas eran mucho más delgadas que yo”, le digo: “Pero yo no me hubiera sentido mal porque toda mi vida todas han sido más delgadas que yo.” Entonces ahora no me importa, he aprendido a cómo darle onda, cómo darme onda.
— Tus cuentos son como un disparo en un portarretrato que exhibe una foto de familia modelo, la pareja modelo, las personas modelo. ¿Qué buscás como escritora al mostrar esa violencia?
— Así sí, claro, con una metralleta entro a dispararle a todo eso. No sigamos engañando a los demás con esa imagen inalcanzable de felicidad absoluta y plenitud y salud y como que la vida te sonríe. O sea, vivan los loosers. Ustedes también son loosers, lo que pasa es que han aprendido a disfrazarse mejor. Prefiero ir por la vida así, diciendo esto esto es lo que hay, soy esta persona, fracasado, lo intenté y no pude, no tengo plata, sigo siendo precaria a esta edad. ¿Pero tú crees que me daría la felicidad tener el carro, la casa, el perro, los hijos? Conozco gente que tiene todo eso y no es feliz, lo que pasa es que sí que pone la foto en el portarretrato y sale en las revistas de sociales. Yo ya vi lo que hay detrás de eso, ya no me como ese cuento de la perfección. Prefiero ser feliz o intentarlo desde mi propio portarretrato enclenque hecho de miles de fracasos y de fotos en las que salgo horrenda, con papada, con los brazos flojos, con los pechos caídos, con los dientes torcidos. Esto soy yo. Prefiero eso y siempre voy a preferir eso. Eso no existe: son la misma mierda que todos. No finjamos. Mi gran búsqueda es tirar a la basura todas las máscaras.
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Source: Infobae