Una escena típica latinoamericana: cuatro muchachos salen de la escuela. Es viernes, sus padres trabajan, y mañana no hay clases, ni ninguna suerte de compromiso. Cerca de la escuela hay un enorme parque con un sauce. Conocen al dueño de una licorería cercana; o tal vez no, pero han cruzado palabras con él un par de veces. Es amable y no pide identificaciones. Les vende licor. El único contrato implícito, es que no deben contárselo a ningún adulto.
Vuelven al parque. A los dieciséis años, 2 botellas de lo que sea son suficientes para estar mareado. Comen algo. De noche, sus padres les preguntan por su día. Todos responden “bien”.
Al mismo tiempo, en Islandia, pero con algunas horas de diferencia, el parque Laugardalur, del centro de Reikiavik, tiene sus últimas horas de sol, y no se ve a ningún muchacho en la calle. Un gran edificio se extiende en su centro, dentro de él y a sus costados, se levantan salas para jugar al bádminton y al pimpón; hay una pista de atletismo, una piscina con calefacción geotérmica, y una cancha de fútbol de pasto sintético. Todas están llenas. El país ocupa el primer lugar en los índices de vida saludable en los jóvenes.
Según Gudberg Jónsson, un psicólogo islandés, el resto de los jóvenes debe estar en sus talleres de danza, música, o arte; algunos tal vez estén con sus padres. Pero no todo fue siempre así.
Para 1998, Islandia era uno de los países con los peores niveles en la calidad y estilo de vida de sus jóvenes. un 42% de los chicos entre 15 y 16 años se habían emborrachado durante el último mes, un 17% consumía cannabis a diario, y un 23% fumaba cigarrillos; para el 2016, sus cifras eran de las más bajas en todo el mundo: apenas un 5% se había emborrachado durante los últimos 30 días, un 7% había consumido cannabis, y ahora solo el 3% fumaba cigarrillos. Según la UNICEF, en América Latina los jóvenes están muy cerca de Islandia para fines de los ’90.
El nacimiento de la medida
Aunque pueda sonar a mentira, la respuesta para que los adolescentes dejasen el alcohol, el tabaco y la marihuana, estaba más cerca de lo que las instituciones gubernamentales creían. Solo se necesitaba ser un poco más minucioso y astuto que ellos. Y todo comenzó de la mano de un catedrático de psicología estadounidense llamado Harvey Milkman. Hoy, él es profesor de la universidad de Reikiavik, y también vivió en un entorno lleno de drogas.
Milkman asegura haber estado “en el ojo del huracán de la revolución de las drogas”. Los ’70 se alzaban con fuerza en los Estados Unidos. El skate, nacido en California, comenzaba a viajar por todo el país; la guerra de Vietnam estaba destinada a fracasar; la música disco tomaba tanta fuerza en la comunidad negra como el rock para los blancos; y Nixon dimitiría su presidencia, algo nunca antes visto en la historia del país. Lo más normal del mundo parecía que el LSD se pusiera de moda rápido, y para qué hablar de la marihuana, que venía instaurándose desde los ’60.
En esa década, Milkman trabajaba como residente en el Hospital Psiquiátrico de Bellevue, Nueva York, y sintió muy fuertes dudas sobre qué era lo que llevaba a la gente a consumir ciertas drogas. Su tesis doctoral concluyó solo una cosa: todas eran una forma de lidiar con el estrés. De a poco, cada adicto iba probando la que más le acomodase.
El catedrático declaró para el medio español El País que:
“Cualquier muchacho de la facultad podría responder a la pregunta de por qué se empieza, y es que las drogas son fáciles de conseguir, y a los jóvenes les gusta el riesgo. También está el aislamiento, y quizás algo de depresión.
Pero ¿por qué siguen consumiendo? Así que pasé a la pregunta sobre el umbral del abuso, y se hizo la luz (…) Los chicos podían estar al borde de la adicción incluso antes de tomar la droga, porque la adicción estaba en la manera en que se enfrentaban a sus problemas”.
Entonces, Milkman llegó a la conclusión de que cualquier cosa podría constituir una droga para un joven ansioso: el alcohol, el tabaco, la marihuana, el sexo, el dinero, los coches, el deporte. Y ahí fue donde se detuvo. En su cabeza había nacido una idea: que la gente cambiase su estado de conciencia con el deporte, y sin lo efectos perjudiciales de las drogas.
El catedrático y su equipo obtuvieron una subvención en 1992, y la emplearon para crear “maneras naturales de embriagarse”. Les solicitaron a profesores, enfermeras y terapeutas de distintos centros escolares que les enviaran a sus adolescentes más conflictivos: muchachos de 14 años que tuviesen problemas con las drogas, la disciplina, o algunos delitos menores. Ninguno sabía que, en realidad, estaba yendo a una terapia. Les prometieron que solo irían a talleres de media tarde para realizar actividades en las que estuviesen interesados.
Por otro lado, el equipo de profesionales que trabajaba en el proyecto, le enseñó a los chicos capacidades para la vida, los hicieron mejorar sus ideas de sí mismos, y les enseñaron formas de enfrentarse a la ansiedad.
Les dijeron que sería un breve proceso de tres meses. Muchos de ellos se quedaron cinco años.
Islandia
Impresionados por los buenos resultados del profesional, lo invitaron desde el gobierno de Islandia para hablar de su trabajo. Allá, Milkman conoció a una joven investigadora y a su hermano: Inga Dóra y Jon Sigfússon que tenían, exactamente, las mismas inquietudes que él. Les preocupaba ver a muchachos jóvenes bebiendo y drogándose sin importar la situación de riesgo en la que estuviesen, y querían saber cómo ayudarlos a dejar esas costumbres.
Los tres decidieron trabajar juntos, y escribieron una serie de preguntas que se le hicieron a los chicos de todo el país. Esas preguntas les consultaban por la última vez que bebieron, si acaso se habían emborrachado alguna vez, si habían fumado cigarrillos, cuánto tiempo pasaban con sus padres, y qué tal era la relación con ellos. El cuestionario llegó en 1992 a los pupitres de todos los chicos y las chicas desde los 14 hasta los 16 años; y se repitió en 1995 y 1997.
Las cifras eran alarmantes, pero los focos, muy claros: los jóvenes que más bebían y abusaban de otras drogas, no eran partícipes de actividades organizadas, como el deporte o la música; pasaban muy poco tiempo con sus padres; sentían que en sus instituciones educacionales recibían poco cariño y atención; y en su entorno la vida nocturna era algo accesible y normal.
Entonces, y con la ayuda de los datos recopilados, y otro profesional (ningún gran avance del progreso humano se logra con tan poca gente), crearon un plan a nivel nacional. Lo bautizaron Juventud en Islandia.
Los meses siguientes fueron vertiginosos: se penalizó la compra de tabaco para menores de 18, y la de alcohol para menores de 20; se dieron charlas y talleres especiales para reforzar vínculos entre padres e hijos; y se aprobó una ley que prohibía que los muchachos menores de 16 salieran a la calle después de las 10 en invierno, y la medianoche en verano.
Organizaciones de padres y madres firmaron tratados que decretaron la libertad de los adolescentes. Todos los progenitores estaban dispuestos a aportar en cosas como que sus hijos no tuviesen fiestas sin supervisión, ni comprarle alcohol a ningún menor.
Por último, llegó un factor decisivo para combatir el ocio. El estado inyectó cantidades importantes de dinero a la música, el arte, el deporte, y otras actividades para que los muchachos, al salir de la escuela, se sintieran parte de un grupo. Si el ocio y la ansiedad los estaban llevando al alcohol, ahora, al salir de la escuela, podrían ir todos juntos a la práctica de baloncesto, o a las clases de pintura.
Por supuesto, las actividades han continuado. Año por medio los niños de toda Islandia rellenan sus papeletas declarando qué sustancias han consumido, y en qué cantidad lo han hecho. De esta manera, el gobierno trabaja con datos que están siempre frescos. Se resisten a la fuerza de un recambio generacional.
Entre 1997 y el 2012, los adolescentes de entre 15 y 16 años que aseguraban pasar tiempo con sus padres, se duplicaron: de un 23, pasó a un 46%; y los deportistas pasaron de un 24 a un 42%. Islandia pasó a convertirse en un ejemplo para toda Europa.
Ahora, los muchachos pasan sus tarde en las instalaciones deportivas del parque. Calientan los músculos en la pista atlética, y se duchan para sacarse el olor a cloro de la piel después de la piscina. Ninguno piensa en llegar a la casa a destapar una cerveza.
Latinoamérica
A 20 años de que comenzara la maravillosa transformación de Islandia, Jon Sigfússon sigue proponiendo el modelo. Sin embargo, asegura que solo estará destinado a funcionar a un nivel local, y no nacional. Es demasiado difícil obligar y sincronizar a una serie de municipios, y generar el compromiso con todos los padres a un nivel tan elevado.
Hoy, seis ayuntamientos de la capital de Chile han accedido a formar parte del modelo islandés. Es la primera vez que esto sucede en Latinoamérica. Parece ser un desafío grande, sobre todo si se considera que, al menos en Chile, los niveles de consumo de alcohol en la población de los 12 a los 19 años representa a una porción importante de los jóvenes del país, y peor aún, está asociado al imaginario popular.
A nosotros, como adultos, solo nos queda educar con el ejemplo. Que los padres sean padres de tiempo completo, y no solo al momento de regañar por la calificaciones, o de estar obligados a pasar un “tiempo de calidad” con sus hijos. Antes de permitirle a los muchachos beber, pensemos en lo beneficioso que podría llegar a ser para las generaciones siguientes desprenderse de la herida del alcohol.
Source: UPSOCL