Por Jaime Rivera Velázquez
En el Antiguo Régimen mexicano, en el que las elecciones casi nunca eran una competencia real, sino un refrendo rutinario del poder establecido, se cultivaron diversas prácticas fraudulentas y algunas leyendas pintorescas que aún se recuerdan; muchos las creen vivas todavía y algunos inclusive intentan resucitarlas. La especie más repetida era que “hasta los muertos votaban”, lo que significaba llanamente que, con un padrón electoral rudimentario y nada actualizado, más una oposición casi siempre ausente, nada impedía que todos los votos de la lista de una casilla se atribuyeran al partido oficial. Otras argucias eran el llamado “carrusel”, o sea cuando una o más personas daban la vuelta por varias casillas y en cada una votaban. Otro recurso para lograr una votación abundante eran las “urnas embarazadas”, aquéllas que antes de la llegada de votantes ya tenían en el vientre una buena cantidad de boletas cruzadas.
Lo que propiciaba esas prácticas de adulteración de votos era la hegemonía abrumadora de un solo partido, la debilidad o ausencia de la oposición y el control de todo el proceso electoral por comisionados del gobierno y su partido. Lo curioso es que, como rara vez había una oposición fuerte y competitiva, muchas de las argucias para incrementar la votación del partido oficial eran innecesarias, ya que con el apoyo de los simpatizantes sinceros, de los grupos sociales organizados y agradecidos, y de los propios funcionarios electorales y de gobierno, generalmente habría suficientes votos para asegurarle el triunfo. Por lo tanto, el fraude electoral era superfluo, y por lo tanto, menos frecuente de lo que se pensaba. Pero los casos conocidos se arraigaron en la conciencia colectiva y con el tiempo se hicieron leyenda. Y ya se sabe que las leyendas, con algo de verdad en su origen, adquieren vida propia y subsisten más allá de su tiempo real.
Cuando la oposición empezó a fortalecerse y emergieron las elecciones competidas, aparecieron nuevos métodos fraudulentos, como el “ratón loco”, el “padrón rasurado” o los “tacos de boletas“, entre otros. Sin embargo, esas y otras mañas encontraron cada vez más obstáculos para cumplir su cometido. En primer lugar porque, durante la década de 1990, la formación de instituciones electorales autónomos y profesionales (el IFE y los institutos electorales estatales), la confección de un padrón confiable y el establecimiento por ley de procedimientos electorales muy minuciosos, hicieron casi imposible la suplantación de electores y la adulteración de las cifras de votación; en segundo lugar, porque la presencia de partidos de oposición más fuertes, con su militancia volcada a hacer campaña y vigilar las elecciones, frustraba los intentos aislados de burlar la ley para obtener votos de más.
Las elecciones de 1997, con las que terminó la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados en manos de un solo partido y el gobierno del Distrito Federal lo ganó un partido de oposición, y luego los comicios de 2000, con la alternancia en la Presidencia de la República, demostraron palpablemente que los fraudes electorales “a la antigüita” eran precisamente eso: antiguos, inviables y, en todo caso, ineficaces.
Una vez descartadas las opciones de suplantar electores y alterar cifras de votos emitidos, persisten intentos de influir coactivamente en los sufragios de algunas franjas de ciudadanos. El mecanismo básico consiste en prometer o condicionar algunos beneficios materiales (despensas, cemento para construcción, dinero en efectivo o algún servicio público) a cambio del compromiso de votar por el partido o gobierno supuestamente benefactor. Ese ardid puede dar resultado entre grupos e individuos especialmente necesitados o vulnerables, pero difícilmente entre personas de ingreso estable, actividad laboral independiente, escolaridad media o información política mínima. Y aun quienes prometan retribuir con su voto la promesa de ayuda o el beneficio recibido, siempre tienen la oportunidad de ejercer su voto en secreto por la opción que prefieran. Se esparce la versión de que los compradores de votos exigen al elector-cliente la prueba fotográfica de haber votado como se le exigió, pero el ciudadano, que podría estar agradecido por la ayuda recibida y votar de buen grado, puede sentirse ofendido por tan obsesiva desconfianza y anular su voto después de tomarle la fotografía. De cualquier modo, la Ley General en Materia de Delitos Electorales tipifica y castiga con prisión de seis meses a tres años de prisión a quien compre o coaccione el voto de los ciudadanos. Quien lo intente no sólo se arriesga a no lograrlo, sino a irse a prisión.
En años recientes se ha denunciado otro método, bastante más sofisticado que los descritos anteriormente, que tendría el propósito de aumentar ilegalmente la masa de votantes para un determinado partido o candidato. Es el llamado “turismo electoral”. Una persona o un grupo recluta un número relativamente grande de ciudadanos para que se inscriban como electores de un municipio o estado donde en realidad no habitan. A fin de que acudan a un Módulo de Atención Ciudadana a solicitar su credencial para votar, el reclutador debe pagarles una cuota por el servicio, además de asegurarles el transporte, posiblemente algún alimento y dotarlos de un comprobante de domicilio falso; varias semanas después, debe facilitarles el traslado para recoger su credencial, y llegado el día de la jornada electoral, otra vez debe trasladarlos, pagarles por su voto (que será secreto) y esperar el resultado de la votación, dentro de la cual los sufragios de los electores “importados” representan una pequeña minoría. La operación debe de ser bastante costosa y de resultado incierto, pero al parecer sí hay quien está dispuesto a pagarla.
Los incrementos atípicos de cambios de domicilio de una localidad a otra suelen ser detectados por las revisiones que por sistema practica la Dirección Ejecutiva del Registro Federal de Electores (DERFE) del INE y más aún, cuando tales fenómenos son denunciados por algún partido. Una vez detectados tales casos atípicos, la DERFE realiza verificaciones de campo, y si no se acredita que los cambios de domicilio sean auténticos, la Comisión Nacional de Vigilancia (con presencia de todos los partidos) puede acordar excluirlos de la lista nominal antes de la jornada electoral. En tal caso los ciudadanos involucrados no podrán votar, de tal manera que la maniobra de “turismo electoral” habrá fracasado.
Recientemente, el Consejo General del INE dictaminó y sancionó un caso de registro ilegal y al parecer coactivo de ciudadanos en el municipio de Benito Juárez (Cancún), Quintana Roo, que en realidad pertenecían al estado de Yucatán. El caso, que data de 2013, fue investigado exhaustivamente por el INE y concluyó con una sanción de $323 mil 700 al partido responsable de haber auspiciado esos registros ilegales de 467 ciudadanos campechanos en un municipio de Quintana Roo. Lo curioso del caso es que el partido responsable, que consiguió a la mala empadronar a esos 467 ciudadanos adicionales, ganó la elección municipal de Benito Juárez por un margen de más de 54 mil votos. Al menos para la elección municipal, la maniobra fue totalmente innecesaria. Los autores de esa sofisticada operación de “turismo electoral” no sólo fueron tramposos, sino muy tontos. Pero la leyenda sigue circulando; habrá quienes la crean y hasta quien pague por ella. De todos modos, el INE trata de sancionar las infracciones a la ley con objetividad y en sí mismas, sin mirar a quien ni cuán astuto o tonto sea el infractor.
*Consejero electoral del INE
Source: Excelsior