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Reseña y critica a “Carta al Padre” de Franz Kafka

Reseña del libro; Carta al Padre, de Franz Kafka, y pequeña crítica.

De Kim Gabriel Ávila Delgadillo. July-17. 2017.

BLOG PERSONAL | http://kimtypping.blogspot.mx/?m=1

Reseña del libro; Carta al Padre, de Franz Kafka, y pequeña crítica. Franz Kafka fue un escritor praguense cuya obra ha sido considerada una de las más importantes de la literatura universal. Autor de las obras AMÉRICA, EL PROCESO Y LA METAMORFOSIS, entre otras. La mayor parte de sus obras fueron publicadas por su amigo Max Brod, quien ignoró los deseos del autor de que los manuscritos fueran destruidos. Franz Kafka dirige una severa y fría crítica a la conducta abusiva e hipócrita de su padre, a quien consideraba responsable de sus fracasos personales por no haberle dado espacio para expresarse y para desarrollarse como padre y esposo.

Con base en sus nociones de abogacía, sus vivencias, sus pensamientos y sus aptitudes literarias, el autor, escribe esta misiva que nunca llegó a su destinatario. Carta al Padre es un libro especialmente referido a la idiosincrasia paternal, haciendo alusión al comportamiento mediocre, y de ignorancia pura que los padres eventualmente adoptan y cometen de manera infortunada, ciertamente por un error inconsciente del cual se les absuelve, de manera en que sus vivencias les han hecho ver lo ‘contrario’, entrecomillo lo contrario por en cierta parte las consecuencias se ven manifestadas a lo largo de la vida en forma de amargura, soledad, fracaso, infelicidad y demás situaciones.

Ésta reseña es para ti, querido padre, querida madre, hijo, hija, pero sobretodo, lector (ra), para que sirva de punto de inflexión, en el aspecto de entender, analizar y reflexionar de fondo, la mayoría (sólo en ciertos casos) de las formas, prácticas, actitudes, y/o de una educación abusiva, iracunda, mediocre y desentendida, que, lamentablemente,  actualmente sigue cometiéndose, y poder entenderlo de una vez por todas; “Tú sólo puedes tratar a un niño o niña de la misma manera con que estás hecho: con fuerza, ruido e iracundia, y esto te parecía además muy adecuado porque querías hacer de mí un muchacho fuerte y valeroso.”

Esta es una de las primeras acusaciones que hace el remitente de la Carta al Padre, y en ella descubrimos la ambivalencia que está presente a lo largo de toda la misiva: a la vez que se acusa al padre, se le absuelve de toda culpa: “me tratabas mal porque me querías”, se nos dice en resumen. Al parecer, Brod, que estuvo tan cerca de la familia de su amigo, se creía con derecho a opinar que el tirano del que se habla en el texto no era Hermann Kafka (El Padre), sino un ser de ficción que representaba a toda autoridad irracional. Y además estaba el espíritu de contradicción constante en el progenitor, respecto al hijo.

El tirano jefe de la familia Kafka mostraba oposición a todo lo que el niño le interesara: personas, cosas o circunstancias. Además, el remitente refiere los incidentes desagradables que se daban a la hora de reunirse alrededor de la mesa. Ahí el tirano no dejaba de decir cómo debían hacerse hasta las cosas más insignificantes. Pero, protesta Franz Kafka, “tú, un hombre tan decisivo en mi vida, no cumplías los preceptos que me dictabas.” En medio de su terror a la autoridad paterna, el remitente confiesa que dividía el mundo en tres: el del esclavo, que era él; el del gobernante, que era su padre, y el de la gente feliz, libre de órdenes; además, menciona que perdió “la costumbre de hablar” bajo la presión de los ‘recursos educativos’ del padre, que eran: “insulto, amenaza, ironía, risa malévola y autocompasión.”

Por contraparte, aunque brevemente, se nos habla de las virtudes de ese papá terrible: él también era capaz de dar ciertas muestras de amor y bondad, y particularmente su sonrisa era agradable. Pero no nos enteramos de todo, mucho queda por develar, porque el remitente escribe: “tendré que callar algunas cosas que, para ti y para mí, resultan muy difíciles de confesar”. Y esto refuerza el carácter netamente autobiográfico de la carta, pues en los textos de este tipo nunca se nos dice todo. El remitente confiesa que había perdido mucho tiempo tirado en el sofá, aparentemente descansando, pero continuamente bullían en él pensamientos torturantes, causados por lo que Franz llamó (en uno de sus cuadernos íntimos) “la angustiante concentración en uno mismo”. Franz concluye la Carta asumiendo que, por lo menos, ella habrá de hacerles al padre y al hijo más fáciles la vida y la muerte. Querido padre: Una vez, hace poco, me preguntaste por qué decía que te temía.

Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por el miedo que me das, y en parte porque son demasiados los detalles que fundamentan ese miedo, muchos más de los que podría coordinar a medias, mientras hablo. Las cosas te parecían más o menos así: a lo largo de tu vida has trabajado arduamente, sacrificándolo todo por tus hijos y sobre todo por mí; en consecuencia, yo he vivido pródigamente, he tenido la libertad de estudiar lo que quisiera, no he tenido que preocuparme por mi sustento ni por otros problemas serios; a cambio de eso no me pediste que te agradeciera nada, ya que conoces la “gratitud filial”. Curiosamente, tú tienes alguna remota idea de lo que quiero decir. Así, por ejemplo, hace poco me dijiste: “Siempre te he querido, aunque no te lo he demostrado como suelen hacerlo otros padres, precisamente porque no sé fingir como ellos”. Ahora bien, padre, en general yo nunca he dudado de tu bondad hacía mí, pero no me parece que sea verdad esta observación.

No sabes fingir, es cierto, pero querer afirmar por esta razón solamente que los otros padres fingen, es bien o pura terquedad, imposible de discutir, o bien, una expresión para encubrir el hecho de que hay algo que está mal entre nosotros, y tú has contribuido a ocasionar, aunque sin culpa alguna. Si es esto lo que realmente opinas, estamos de acuerdo. Siempre se precipita tu violencia, tu temperamento y a veces tu irritabilidad. Sólo puedes criar a un niño como tú mismo has sido criado: con fuerza alboroto e iracundia y esto te parecía más adecuado aún para el caso; ya que querías hacer de mí un muchacho fuerte y valiente. Me alentabas cuando ejecutaba bien la marcha o el saludo militar, pero yo no era un futuro soldado; me estimulabas cuando lograba comer mucho y acompañaba la comida con cerveza; o cuando repetía canciones que no entendía, o bien, tus giros favoritos, pero nada de todo esto pertenecía a mi futuro. Tales ideas que en apariencia eran independientes de ti, llevaban desde un principio el peso de tu fallo adverso; soportar esto hasta la realización completa y permanente de mi idea, era casi imposible.

No me refiero a ninguna clase de pensamiento elevado, sino a cualquier asunto pequeño y propio de la infancia. Era suficiente sentirse feliz por cualquier causa, absorto en ella, llegar a casa y expresarla, y la respuesta era un suspiro irónico, un movimiento de cabeza, un golpetear de dedos en la mesa: “ya he visto cosas superiores” o “que envidiables preocupaciones” o “qué acontecimiento”. Naturalmente no era posible exigir que te entusiasmaras por cualquier bagatela infantil, puesto que vivías envuelto en preocupaciones y afanes.

Pero no era de eso de lo que se trataba, sino más bien, y en virtud de tu esencia antagónica, de desilusionar al niño siempre y por principio. Por ello subdividí el mundo en tres partes: una, en la cual vivía yo, el esclavo, bajo leyes que sólo habían sido inventadas para mí y a las que yo, por otra parte -sin saber por qué- nunca podía cumplir en forma satisfactoria; luego un segundo mundo, infinitamente lejos del mío, en el cual vivías tú, ocupado en gobernar, emitir las órdenes y disgustarte a causa de su incumplimiento; finalmente un tercer mundo, en el cual vivía el resto de la gente, feliz y sin órdenes ni obediencia. Y tenía que recibirlo sin ninguna objeción, pues a ti te resulta de antemano imposible hablar con tranquilidad acerca de un asunto con el cual no estás de acuerdo o el que, sencillamente, no te planteaste: tu carácter dominante no lo permite.

Tus recuerdos oratorios sumamente eficientes, que cuando menos frente a mí jamás fallaban, esos recursos aplicados a la educación, eran el insulto, la amenaza, la ironía, la risa perversa y -aunque parezca extraño- la auto lamentación o conmiseración. Tenía singular confianza en la educación a través de la ironía. Esto se adecuaba por cierto mejor que nada a tu superioridad sobre mí.

Un llamado tuyo tomaba generalmente esta forma: “¿No puedes hacer esto así o asá?” “¿Es demasiado para ti?” “¿No tienes tiempo para esto?”. En cierta forma, uno estaba castigado aún antes de saber que había hecho algo malo. Por fortuna, también hubo momentos de excepción, cuando sufrías en silencio y el amor y la bondad vencían con su poder todo lo que se le oponía, apoderándose de ello de inmediato, era maravilloso; cuando durante una grave enfermedad de nuestra madre te aferrabas a la biblioteca temblando de llanto; o cuando durante mi última enfermedad venías silenciosamente a verme al cuarto, te parabas en el umbral, estirando tan sólo el cuello a fin de verme e n la cama y me saludabas nada más que con la mano, por consideración.

En estos momentos uno se acostaba y lloraba de dicha, y llora ahora de nuevo mientras los escribe. Y bien, observaba tu predilección por modismos groseros, y los que pronunciabas con la voz más fuerte posible y de los que te reías como si hubieses dicho algo particularmente agudo, mientras que no se trataba sino de alguna grosería llana y pueril ( a la vez se trataba también, por cierto, de una manifestación de tu fuerza vital que me avergonzaba). Lo que tuviste que lograr mediante tu esfuerzo, nosotros lo recibíamos de tu mano; pero la lucha por la vida independiente, que a ti te fue accesible de modo inmediato, y que desde luego nosotros tampoco podemos eludir, esa lucha tenemos que librarla tardíamente, con fuerzas infantiles, cuando ya somos adultos.

No digo que con eso nuestra situación sea categóricamente más favorable de lo que fue la tuya entonces (sin comparar por cierto las predisposiciones básicas) y nuestra desventaja radica en que nosotros no podemos vanagloriarnos de nuestras miserias, ni podemos humillar a nadie con ellas, tal como lo has hecho con las tuyas. -Sólo la irreflexibilidad de tu ira podía disculparte ligeramente-. A todo esto correspondía luego tu supremacía espiritual.

Habías llegado muy alto por tu propio esfuerzo y por eso tenías una confianza ilimitada en tu opinión. Cuando era niño esto ni siquiera me deslumbraba tanto como deslumbraría después al adolescente, al hombre joven en formación. Desde tu sillón gobernabas al mundo.

Tu opinión era la exacta y cualquier otra era absurda, alocada, excéntrica, anormal. Y tu confianza en ti mismo fue tan grande que ni siquiera necesitabas ser consecuente para que continuaras teniendo la razón. Podía suceder también que acerca de algún asunto no tuvieras ninguna opinión y que por eso todas las opiniones que con respecto a ese asunto fueran posibles en general, hubieran de ser falsas sin excepción. Podías por ejemplo, despotricar contra los checos, luego, contra los alemanes, luego contra los judíos, en cualquier orden, sin ninguna selección, y por último no quedaba ya nadie más que tú.

Te transformaste para mí en lo enigmático de todos los tiranos, cuyo derecho se basa en su persona y no en el pensamiento. Así me parecía al menos. La vida es algo más que un rompecabezas; pero con la corrección que surge de mi objeción escrita, se ha logrado, algo muy cercano a la verdad… A tal punto que puede tranquilizarnos un poco a ambos y hacernos más feliz el vivir y el morir. Franz.
 

 

escribe: Kim Gabriel Ávila Delgadillo. July-17. 2017.

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Lic. en Sociología. Editor de noticias. Con amplia experiencia en servicios de contact center.

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